Saturday, April 07, 2007

5. PIERO FASSINO SOBRE DI VITTORIO

Agradezco a Guglielmo Epifani, la Cgil, el Spi y la Fondazione Di Vittorio que me hayan invitado.

Creo que la Cgil ha hecho muy bien organizando este momento de reflexión. Porque, como resulta evidente de las intervenciones de Adriano Guerra y Bruno Trentin, el comportamiento y las posiciones de Di Vittorio ante la trágica situación del 56 son paradigmáticos de su modo de pensar el papel del sindicato y la izquierda. Se pueden comprender algunas de ellas, incluso difíciles y angustiosas, sólo si se inscriben en su historia política y humana. Y es un hecho que un dirigente, en nombre del PCI, que no vivió los hechos del 56 hiciera aquello en 1988: es significativo de hasta qué punto laceró al principal partido de la izquierda italiana y al movimiento obrero italiano en su totalidad. Aquella herida todavía no se había cicatrizado, y el grupo dirigente prefirió remover una página dolorosa y difícil, participando en unos actos que ciertamente tenían en cuenta aquella tragedia, pero sin revisar el juicio histórico y político.

La invitación nos llegó (también al Partido socialista italiano) de la Asociación de las Familias de las víctimas del 56, presidida por Miklòs Vasarhely, ex portavoz del gobierno Nagy, muerto poco antes, para participar en la conmemoración que hicieron los exiliados en el Père Lachaise. En ese cementerio está la tumba de los mártires del 56, situada significativamente a poca distancia de las tumbas históricas de la Cgt, del Partido comunista francés y de los exiliados españoles junto al muro donde fueron fusilados los miembros de la Comuna de París. En el 88, el treinta aniversario del ahorcamiento de Nagy, los exilados quisieron dar una solemnidad particular a la ceremonia.

Tras recibir la invitación lo discutimos en la secretaría. Naturalmente decidimos aceptar, incluso para realizar el acto político que todavía teníamos pendiente: ir a París y testimoniar, con nuestra presencia, la revisión del juicio sobre los hechos del 56, reconociendo el valor de la revolución democrática, del martirio de Nagy y del resto de los compañeros asesinados. Como demostración de lo que todavía era considerado doloroso, la decisión estuvo acompañada por una invitación a la prudencia, esto es, no tomar la palabra durante la celebración. Una decisión que yo no compartía. Recuerdo que, tras la reunión, volví a hablar con Occhetto, en aquel momento vicesecretario del partido.

Cuando llegué a París, los exiliados me pidieron que interviniera, subrayando el valor político de aquel gesto. Nuevamente consulté con Occhetto y decidimos que tomara la palabra. Pero, al día siguiente por la mañana, recibí un telefonazo de Pajetta que, de manera vivaz, me comunicó su desacuerdo, amenazando con ir a Budapest y hablar con Kadar para comunicarle que su interpretación de los acontecimientos húngaros no era la nuestra. Pajetta no fue a Hungría, y cuando volví reconoció que habíamos hecho lo mejor. También Natta compartió la decisión. Para testimoniar el valor que le dimos al gesto, L’Unità publicó mi intervención en primera página, junto a la de Martelli. He relatado estos episodios para demostrar todo el dolor y la complejidad de alcanzar lo que racionalmente, desde hace mucho tiempo, hubiera sido lógico reconocer y hacer.

Sin embargo, sigue abierta la cuestión de por qué en el 56 se asumió aquella posición, que llevó a Di Vittorio y tantos otros (pienso en Antonio Giolitti) a no compartir la decisión del grupo dirigente, de Togliatti, y a manifestar su propio desacuerdo, algunos de los cuales les llevó a salir del partido como Giolitti y Gianni Rocca. Para explicar aquella decisión, el grupo dirigente del PCI invocó entonces, y durante muchos años después, el escenario internacional, la guerra fría, Suez, que asumen efectivamente un valor en el plano simbólico y no sólo del cambio de relaciones de fuerza en el campo occidental entre los Estados Unidos y los países europeos. Pero no basta: hay que considerar la situación italiana. Eran los años del scelbismo. Es Trentin quien nos recuerda que los hechos de Hungría se desarrollan pocos meses después de la derrota en las elecciones a la comisión interna de la Fiat, en pleno fulgor de Valletta y del valletismo, en el periodo de los despidos, como represalia, de millares y millares de trabajadores, de sindicalistas comunistas y socialistas de la Cgil. Estamos en Italia, en unos meses ásperos por la competición, el conflicto, el encontronazo y, como telón de fondo de todo esto, la tempestad en la que está metido el PCI: el XX Congreso del PCUS. Sobre el comportamiento de Togliatti pesan muchos factores, a partir de una valoración de las relaciones de fuerza hasta la exigencia de defender su propia historia personal.

El comportamiento de Di Vittorio fue diferente, y es con Togliatti la personalidad más popular y más reconocida en el interior del movimiento obrero y sindical italiano. Gracias a una popularidad que, podemos decir, era superior a la de Togliatti, Di Vittorio tiene toda la fuerza y autoridad para explicitar posiciones que otros temían manifestar: él pudo dar voz a un trabajo, a un sufrimiento muy amplio, no sólo personal sino compartido por un amplio número de dirigentes políticos y sindicales. En este contexto surge el manifiesto de los “Centouno”, una amplia cantidad de intelectuales que manifestaron un profundo desacuerdo, muchos de los cuales no aceptarían el reclamo a la disciplina, como Di Vittorio, y saldrán del partido.

Se concreta, de ese modo, una ruptura, incluso no es visible, en la formación del grupo dirigente. Es un episodio significativo que surge algunos meses después del XX Congreso del 56: en la tardoprimavera se reúne la Conferencia nacional de Organización del partido, y Togliatti en su intervención de manera intencionada ignora el informe de Kruschef. Estábamos a tres o cuatro meses de un evento que ha conmovido, en términos políticos y personales, a centenares de miles de militantes. Pero el secretario del PCI no considera obligado mencionarlo. Se consuma, así, la primera fractura importante en aquel proceso de formación del grupo dirigente que, tras la reafirmación de Togliatti y Longo contra Secchia, a principio de los años cincuenta, iba haciendo madurar una nueva generación de cuadros (Amendola, Napolitano, Chiaramonte, Ingrao y tantos otros) que estaba tomando el puso al partido y que se vio metida en esa crisis y en lo que le siguió.

El 56 fue, pues, un año crucial no sólo en los escenarios internacionales, y no sólamente en la vida interna del PCI o de la CGIL. También lo fue en todas las relaciones de la izquierda. Es el año en que –bajo la ola del XX Congreso y de los acontecimientos húngaros-- Nenni considera definitivamente superada la experiencia frontista y pone en marcha el proceso político de autonomización socialista en el centro-izquierda.

¿Habría cambiado la historia italiana si la propuesta de Di Vittorio hubiera prevalecido? Naturalmente nadie está en condiciones de responder a esta pregunta, pero todos sabemos hasta qué punto un planteamiento diferente del PCI hubiera podido probablemente determinar otro curso de los acontecimientos, y sabemos también hasta qué punto en la postura de Di Vittorio había una importante intuición política. En su decisión influye no poco el esfuerzo con que había vivido los años de la ruptura de la unidad sindical, a lo que nunca se resignó, trabajando para que fuese lo menos traumática posible, incluso en aquellos momentos tan duros y difíciles.

Dicho esto, no obstante, estoy convencido que el 56 produjo –andando el tiempo-- frutos positivos ya que aquella herida no cicatrizada ha constituido una especie de permanente solicitud a la duda, a revisitar el asunto y a la investigación. No fue solamente un escenario internacional cambiado y una maduración del valor de la democracia y la relación entre democracia e igualdad las que llevaron a Longo en el 68 a tomar una decisión diferente con ocasión de la crisis checoeslovaca: es también la lección trágica del 56, la consciencia de no poder reproducir aquel error y la necesidad, incluso no explicitada, de aprehender el 68 para situar al PCI en una frontera distinta a la del 56. Es también una cuestión de formas, no sólo de contenidos, lo que me lleva a decir esto. Longo actúa de tal manera que el juicio crítico y de condena del que hizo el PCI se expresara lo más rápidamente posible, incluso en pocos días (dos días, cuarenta y ocho horas): es la famosa resolución de la dirección del partido del 23 de agosto del 68. La memoria de la historia reciente pone la necesidad de no reproducir el sufrimiento que tuvimos en el 56 y determinar rápidamente un juicio inequívoco que constituya una bifurcación y un punto de referencia para los militantes, para todo el partido, para la opinión pública y la sociedad.

A partir del 68, el PCI toma el camino de la autonomía política y de su autonomía internacional; del 68 parte el camino que, poco a poco, interviene ante cada situación acentuando cada vez más su juicio crítico sobre los regímenes comunistas, el distanciamiento y, más aún, la definición de un perfil cultural y político autónomo. Así pues, se puede decir con razón que la tragedia del 56 ha creado –aunque de modo tardío-- la consciencia de la necesidad de asumir los temas de los derechos, la democracia, la libertad como cuestiones centrales y fundamentales que no pueden, de ninguna de las maneras, subordinarse y someterse a otros valores y otros objetivos.

Cierto, también en el largo camino que del 68 al 89 caracteriza la autonomía política del PCI hay un elemento de distinción que la historia se encargará de desvelar y resolver con la caída del muro de Berlín: les la apuesta sobre la reformabilidad del comunismo. Se trataba de una gran esperanza que posteriormente se reveló como algo ilusorio, esto es, que el juicio crítico tuviera una capacidad mayéutica, que estuviese a la altura de crear una reforma sin ruptura. Hubo un momento, antes de la caída del muro de Berlín, cuando el PCI y Berlinguer manifestaron que el camino de la reformabilidad ya no tenía esperanza. Fue cuando Berlinguer pronunció la famosa frase sobre el agotamiento del impulso propulsivo. Sin embargo, posteriormente vuelve la esperanza con Gorvachov: el último intento de concretar la reforma del comunismo.

Pero Gorvachov vivió cada día la paradoja de tener que desmantelar un poder del que él mismo era la máxima expresión y la contradicción se demostró efectivamente irresoluble e incurable. No obstante, la experiencia gorvachoviana alimentó nuevamente la esperanza, y será sólo la caída del muro de Berlín –con todo lo que acarreó-- la demostración que también una fuerte crítica al comunismo era realmente insuficiente para comprender las contradicciones de fondo que habían minado y minaban estructuralmente aquel sistema y aquel modelo político. Pero sobre esto, naturalmente, habrá otras ocasiones para discutirlo. Lo que importa ahora es el recuerdo de Di Vittorio y el papel que desarrolló en 1956, su anticipada enseñanza que para nosotros es, hoy, consciencia adquirida. No hay razón política, cultural, ética y nacional –ni mucho menos: razón de partido-- que pueda llevar a legitimar la negación u opresión de los derechos y las libertades.