Thursday, April 26, 2007

ACLARACION PARA LEER ESTE BLOG






Este blog es mi traducción al castellano de un libro titulado "Di Vittorio e i fatti d' Ungheria 56" (Ediesse, Roma 2006).



Se pretende dar a conocer uno de los aspectos más representativos de la biografía del gran sindicalista italiano Giuseppe Di Vittorio cuando este año, 2007, conmemora el cincuentenario de su muerte.


Este blog se lee de arriba hacia bajo, siguiendo el orden del libro. La autorización para traducirlo y editarlo nos viene de la dirección de la Fondazione Giuseppe Di Vittorio. Agradezco al amigo Carlo Ghezzi tan amable permiso. JLLB



Parapanda, Agosto de 2007

Wednesday, April 25, 2007

1. BETTY LEONE Y CARLO GHEZZI. SOBRE DI VITTORIO


Betty Leone

Gracias a todos los oradores que intervendrán esta tarde y, muy particularmente, a quienes han aceptado estar aquí con nosotros para reconstruir los acontecimientos de aquel octubre de 1956.

Queremos hoy experimentar y recorrer el camino que hemos elegido para la celebración del Centenario de la CGIL con este acto del cincuentenario de los llamados “hechos de Hungría”, es decir, la intervención militar de la Unión Soviética que sofocó la revuelta popular húngara.

La clave de lectura del Centenario ha sido afirmar que la historia de la CGIL es la historia de Italia, no sólo porque es su expresión sino porque nuestro sindicato ha influenciado profundamente la evolución civil y democrática del país.

Desde esta óptica queremos recordar la firme posición que Di Vittorio y la Secretaría nacional de la Cgil asumieron con relación a la intervención soviética en Hungría.

Este dramático acontecimiento abrió, de hecho, una profunda herida en la izquierda italiana porque ponía en entredicho la autonomía nacional de la elección de los caminos para la construcción democrática del comunismo e infringía el sueño de una evolución democrática: lo que en el 68 llamamos el “comunismo de rostro humano”.

En el áspero debate que se abrió en el Partido Comunista Italiano y en todo el país, el grupo dirigente nacional de la CGIL se orientó sin titubeo alguno por la democracia como instrumento de emancipación de la clase obrera y las masas populares. Esta posición, de la que estamos orgullosos todavía hoy, es coherente con el camino de la CGIL, como sujeto político autónomo: el “sindicato de los derechos y la solidaridad”.

Escuchando los testimonios de los protagonistas de aquel octubre del 56, nos gustaría encontrar respuestas a una interrogante: ¿qué es lo que permite a Di Vittorio asumir un juicio tan a contracorriente con relación al debate interno de su partido, con quien estaba ligado con vínculos de pertenencia y lealtad, tanto rechazando aquella intervención militar como a proclamar una huelga de solidaridad con la revuelta de los obreros húngaros? La respuesta a esta pregunta podría ayudarnos en este debate que estamos haciendo sobre los destinos de la izquierda italiana. Ahora tiene la palabra Carlo Ghezzi, presidente de la Fondazione Di Vittorio, que presenta el Informe introductorio.


Carlo Ghezzi (Introducción a los trabajos)

En el ámbito de las investigaciones, de las reflexiones, del estudio y de las celebraciones que caracterizan el Centenario de la CGIL, hemos creído que era obligado y útil recordar y volver a proponer en el debate de nuestros días de hoy lo que ocurrió dramáticamente hace cincuenta años en Hungría, en octubre de 1956. Lo recordamos y volvemos a traerlo a colación con las valoraciones y los juicios que la CGIL, dirigida por Di Vittorio, dio sobre aquellos trágicos hechos, sobre las decisiones que tomó la Confederación, sobre el debate que todo ello provocó en el interior del mismo sindicato, en la izquierda y en la sociedad italiana.

Intentamos volver a recorrer uno de los pasajes más difíciles y más significativos de nuestra larga historia centenaria: la decisión del aquel grupo dirigente de la Cgil y de su secretario general en un momento casi neurálgico, su perspicacia, lucidez y coraje.

Podemos volver a releer juntos algunas de las frases contenidas en el texto que se hizo público el 27 de Octubre de 1956 tras decisión de la dirección de la Unión Soviética de intervenir militarmente en Hungría, reprimir la revuelta, abatir el legítimo gobierno, presidido por Imre Nagy. Podemos reflexionar juntos sobre el significado de tales frases y su clarividencia. Se trata de unas frases que hemos sacado del texto que Giacomo Brodoloni, junto a Piero Boni y Oreste Lizzadri --dirigentes socialistas de la CGIL y estrechos colaboradores de Di Vittorio y de su secretario general adjunto, el llorado Ferdinando Santi— había escrito el 26 de octubre y que Di Vittorio asumió inmediatamente. Aquel documento fue, con unas correcciones mínimas, el comunicado oficial de la secretaría de la CGIL, y reza así:

“”La secretaria confederal frente a la dramática situación creada en Hungría expresa ante los luctuosos acontecimientos la condena histórica y definitiva de métodos antidemocráticos del gobierno y de la dirección política que muestran la separación entre los dirigentes y las masas populares. El progreso social y la construcción de una sociedad, donde el trabajo esté libre de la explotación capitalista, sólamente son posibles con la participación de la clase obrera y las masas populares, garantía de la más amplia afirmación de la libertad, democracia e independencia nacional”””.

Y prosigue afirmando que:

“””La Cgil expresa que cese de manera urgente el derramamiento de sangre y que la nación húngara encuentre –en una renovada concordia-- la fuerza para superar la dramática crisis actual [...] Al mismo tiempo, la Secretaría de la CGIL, fiel al principio de no intervención de un Estado en los asuntos internos de otro, deplora que se haya pedido, y se ha verificado en Hungría, la intervención de tropas extranjeras [...]”””

La Secretaría concluye su comunicado con un llamamiento a la unidad de los trabajadores y con la proclamación de una huelga de dos horas en solidaridad con las víctimas de la represión soviética. Una decisión neta, clara e inequívoca que nos permite reafirmar –a cincuenta años vista de los acontecimientos— que la CGIL, su grupo dirigente y Giuseppe Di Vittorio, su secretario general, hicieron un análisis y dieron unos juicios resueltos y coherentes. La CGIL no se hizo autocrítica alguna, ni corrigió esta posición, y mucho menos nunca tuvo nada de qué arrepentirse.

Cierto, no se puede negar que aquella deliberación de la secretaría confederal y sus tomas de posición provocaran en el cuerpo de la organización unas discusiones ásperas que, en algunos territorios, se resistieron a aceptarlas. No podemos negar que la Camera del lavoro de Milán –cuyo comité ejecutivo se alineó en perfecta sintonía con los contenidos del comunicado y la decisión de la convocatoria de la huelga de dos horas, intentó salir del embarazoso impasse que se creó, votando por unanimidad una resolución, propuesta por el secretario general de la FIOM milanesa, Aldo Bonaccini, que convocaba sólo a una hora y finalizaba dando el pésame por las vícitmas de ambas partes. Ni tampoco podemos pasar por alto que los grupos dirigentes de la Camera del lavoro de Bologna rechazaron la convocatoria de huelga. Pero estas resistencias no pueden ofuscar, sin embargo, el rigor y la limpieza de la decisión de la secretaría de nuestro sindicato.

En el contexto internacional, en el que estaba la insurrección húngara, el XX Congreso del PCUS el informe de Kruschef, los acontecimientos polacos que le precedieron –así como la dialéctica que se abrió en el inolvidable 1956, tal como así se llamó este año--, entre el Partido Comunista y el Partido Socialista italiano, todavía bajo las duras tensiones entre Giuseppe Di Vittorio con la dirección de su partido, el comunista, y con su secretario general, Palmiro Togliatti, sobre los planteamientos del Octavo Congreso del PCI (Roma, del 8 al 14 de diciembre del mismo 1956), en el curso del cual Di Vittorio supo defender la autonomía de la CGIL, su dialéctica interna y anunciar la superación de la vieja “correa de transmisión” entre el partido y el sindicato, se dieron algunas de las aportaciones a cargo de dirigentes muy relevantes.

Quiero agradecerles vivamente que hayan aceptado nuestra invitación a discutir. Mucho más que personalmente, quiero agradecer en nombre de la Secretaría de la CGIL, de la Fondazione Di Vittorio y del SPI-CGIL con la contribución de su sección “Storia e Memoria” que ha organizado con nosotros este importante seminario en el ámbito de los programas que ha puesto en marcha la Associazione per il Centenario.

Quiero hacer público, por amor a la verdad, que cuando empezamos a estructurar este acto, estuvimos trabajando en estrecho contacto con Bruno Trentin, secretario general de la Cgil entre 1988 y 1994, que en aquel lejano 1956 era el responsable del Departamento de Estudios de la Cgil y estrecho colaborador de Giuseppe Di Vittorio.

Sin embargo, en el pasado mes de agosto, durante sus vacaciones en su estimado San Candido in Val Pusteria, Bruno ha sido víctima de un accidente tan grave que hace que, a estas alturas, su salud sea problemática y, por lo tanto, le impide estar presente entre nosotros y dar su contribución a nuestras discusiones. Desde aquí le mandamos nuestros más calurosos deseos por una rápida y completa recuperación.

No puedo ocultarles a ustedes que tuve una fuerte emoción cuando fui informado por uno de sus familiares que, antes de la estúpida caída de la bicicleta que le ha herido, Bruno Trentin había trabajado intensamente y completado el borrador, los apuntes y el escrito de su comunicación a este seminario. Su colaboración nos ha parecido tan clara, importante y significativa que, con el acuerdo de Marcelle Padovani y tras una relectura del texto confiado a Michele Magno, hemos creído obligado y, al mismo tiempo, útil hacerlo público en el curso de estos debates; y, además, hemos decidido publicarlo en las Actas de este seminario.

Bruno me había dicho repetidamente, mientras discutíamos juntos la preparación de este seminario, que tenía muchas ganas de volver a pensar sobre aquellos acontecimientos, en las decisiones que tomó la CGIL y en la figura de Giuseppe Di Vittorio, del que el año que viene, en 2007, se cumple el cincuentenario de su muerte, que le llegó inesperadamente en Lecco, el 3 de noviembre de 1957 al finalizar un mitin sindical.

Me permito aprovechar esta ocasión para informar que la Fondazione Di Vittorio está empeñada en organizar un ciclo de iniciativas a lo largo de 2007 para estudiar, analizar y reproponer a la sociedad italiana, recordándole adecuadamente la figura humana y política, la vida y la obra de una personalidad tan significativa y rica de un dirigente sindical, de un dirigente político, de un hombre de la Resistenza, de un padre constituyente, de un autorizado exponente de las instituciones republicanas como fue Giuseppe Di Vittorio.

Con Bruno Trentin, al igual que con Guglielmo Epifani junto a otros autorizados estudiosos, hemos empezado a definir en los meses anteriores las citas más significativas de nuestro proyecto para el cincuentenario de la desaparición de Di Vittorio como ya hemos informado a su hija, Baldina Berti-Di Vittorio. Ahora bien, hemos decidido anticipar en el curso de este 2006 una parte de ese itinerario con la realización de este seminario sobre “Di Vittorio y los acontecimientos de Hungría”. Lo hemos hecho para situar nuestra reflexión en el ámbito del Centenario de la CGIL, con todo el peso de la decisión ligada a los hechos húngaros y a cuanto que permitía a nuestra organización incubarlos, hacerlos madurar y explicitarlos, tienen significado en su siglo de historia, en sus relaciones con la izquierda y con la sociedad italiana, con la misma Federación sindical mundial, de la que Di Vittorio fue su presidente en 1949. Lo hemos hecho también porque nos encontramos ante los cincuenta años de aquel dramático otoño de 1956. La opinión pública, los media, los estudiosos, tanta parte de la sociedad italiana, a partir de algunas consideraciones autorizadamente expresada por el Presidente de la República, Giogio Napolitano, han merecido una discusión y una reflexión a campo abierto sobre los hechos de 1956, y no podía faltar la voz de la CGIL y la Fondazione Di Vittorio.

Tuesday, April 24, 2007

2. ADOLFO PEPE SOBRE DI VITTORIO

Informe al Seminario

La crisis del sistema de relaciones internacionales en el interior de los paradigmas de la guerra fría.

El escenario internacional, donde deben situarse los acontecimientos húngaros de 1956, está dominado por una primera y breve, aunque intensa, fase de distensión de la Guerra fría.

Dos episodios importantes de 1953 contribuyeron a rediseñar el cuadro diplomático y nutrieron las líneas de fuerza de la política exterior de las grandes potencias: la muerte de José Stalin y las nuevas opciones estratégicas del grupo dirigente soviético, de un lado; y, de otro lado, la elección a la presidencia de los Estados Unidos del general Eisenhower, acompañado por la designación de John Foster Dulles en el cargo de Secretario de Estado.

Para los Usa parecía significar el preludio de un cierto dinamismo fuertemente preñado de anticomunismo: la teoría de la contención iba a ser sustituida por la del “roll back”, que estaba diseñada para acentuar y agudizar las tensiones en el interior de la URSS con la intención de desarticular el bloque de poder oriental y la indiscutida hegemonía soviética que exigía a esta potencia a una aplicación más literal de los acuerdos de Yalta.

Pero era en el universo soviético donde se registraban las novedades más señaladas. Cerrada ya la cuestión coreana el 27 de julio de 1953, la URSS parecía abandonar la lógica de férrea contraposición con los sistemas capitalistas para abrir una nueva fase de distensión que dejaba entrever el declive político del concepto de coexistencia competitiva. No por casualidad, Malenkov afirmaba, en agosto de 1953: “”Creemos firmemente que no existen cuestiones controvertidas o importantes que no puedan ser, hoy, resueltas mediante mutuos entendimientos entre las partes interesadas... Nosotros somos favorables –como lo fuimos en el pasado-- a la coexistencia pacífica entre los dos sistemas. Sostenemos que no existen razones objetivas para una confrontación entre los Estados Unidos y la URSS””

Se abría un proceso no lineal y denso de tensiones entre un ala de derechas del Partido comunista soviético, dispuesta a revisar los presupuestos de la política exterior de la Urss y un ala más conservadora que, bajo la huella de los acontecimientos alemanes de 1953, rechazaba cualquier cambio estratégico y se apoyaba en los militares que iban elaborando, por su parte, la teoría del primer golpe. Pero, a pesar de las incertidumbres, el camino de revisar la política de la “fortaleza”, de matriz estaliniana, continuó sobre la senda de un renovado interés que la nueva dirigencia soviética, surgida de la solución centrista que había puesto a Kruschef en el vértice del Estado, se orientaba hacia el movimiento anticolonialista y hacia coaliciones neutrales.

La Conferencia de Ginebra, en junio de 1954, para un Tratado de paz en Corea y por un armisticio en Vietnam, donde la derrota militar francesa había puesto en entredicho la estabilidad en el área, se caracterizó por un renovado activismo de la diplomacia soviética que era fundamental para conseguir un acuerdo entre las partes y, sobre todo, para permitir a la Francia de Mendès-France quitarse de en medio de la zona de crisis sin tener que admitir abiertamente su derrota: el activismo de la diplomacia soviética en esta ocasión y en los resultados que consiguió, no fueron extraños a la decisión de la Asamblea francesas de bloquear la constitución de un ejército europeo integrado en 1954.

También, significativos acontecimientos como la adhesión de Alemania occidental a la OTAN y la constitución de la Unión europea occidental, fueron interpretados en una lógica de distensión en el interior de los equilibrios creados por la guerra fría que preveían la posibilidad de un tácito balanceo que puntualmente la Unión Soviética ponía en marcha con la constitución del Pacto de Varsovia (11 de mayo de 1955), el mismo año de la firma del tratado de paz con Austria.

Parecía superado por Moscú el tiempo de la clausura hacia el exterior, y el dominio de las preocupaciones defensivas debía ceder el puesto a la reasunción de iniciativas creíbles en política exterior. La etapa más importante de esta reencontrada distensión de las relaciones internacionales fue la Conferencia de Ginebra de 1955 que vio cómo se sentaban en la misma mesa, por primera vez desde la conferencia de Potsdam, el francés Faure, el inglés Eden, Eisenhover y Dulles por los USA, y Bulganin, Kruschef, Molotov y Zukov por la Unión Soviética. Aunque la conferencia no alcanzó resultados significativos, tuvo tanto simbólico que se empezó a hablar del nuevo “espíritu de Ginebra”.

El aislamiento era una variable de la política exterior que no permitía a la URSS interceptar las grandes iniciativas novedosas, provinentes, sobre todo, del movimiento nacionalista internacional que, tras haberse extendido por Asia (guerra de Corea), avanzó por África (fin de la dinastía Faruk) y amenazaba con explotar en la misma Europa oriental, fomentado por el nacionalismo de Tito. En un mundo en movimiento, el aislamiento soviético hacía emerger toda la debilidad de un sistema de alianzas, basado sólo en la coerción y en el inmovilismo incapaz de resistir de fuertes presiones exteriores. El viaje de Kruschef a Belgrado, a finales de mayo de 1955, se orientaba a rebajar una de estas amenazas externas: la consolidación de la posición de Belgrado sobre el tablero de la Europa oriental y balcánica.

Tras la alianza entre Yugoslavia, Grecia y Turquía, era muy importante que el sistema de Tito no apareciera como antagonista de la experiencia soviética, incluso a costa de reabrir involuntariamente la polémica sobre el concepto de vías nacionales al comunismo y a las nociones de internacionalismo socialista. Sin embargo, existía esta contradicción, y cuando los grupos dirigentes de la Europa oriental empezaron a reclamar coherencia con la premisa política del viaje a Belgrado, todo el conglomerado estratégico de la nueva política exterior soviética entró en crisis. El nuevo activismo soviético, junto al XX Congreso del PCUS, reabrían la discusión, incluso en el interior del bloque occidental y, sobre todo, en los Estados Unidos, donde la tesis de Dulles se enfrentaban a un crítico lúcido y creíble como George Kennan: “””No debemos torpedear esta evolución soltándole salvajes fanfarronadas, diciendo que eso representa el triunfo y la reivindicación de nuestra política y la ignominiosa derrota de los jefes soviéticos que no han sido promotores de tales cambios”””.

Es fundamental poner de relieve como algo propio en 1956 que la Alianza Atlántica entraba en una de las fases más críticas de su historia, corriéndose el riesgo seriamente de enviar a todos los países de reciente independencia a las manos del nuevo dinamismo kruscheviano y hacia el modelo soviético. La reacción anglo-francesa frente a la política de Nasser y a la nacionalización del Canal de Suez abrió la fractura del mundo occidental. La opción militar de los europeos, apoyados por el ataque preventivo israelita, fue duramente contestada por la administración norteamericana que se daba cuenta lúcidamente del peligro que Occidente fuese asociado a la idea de un nuevo, imposible y nocivo colonialismo. Washington no habría permitido tal naufragio de la imagen de los USA en el mundo para defender los intereses franceses en Argelia o los ingleses en el Golfo Pérsico; y cuando la intervención militar anglo-francesa se concretó, la reacción fue la puesta en marcha de instrumentos coercitivos para interrumpirla, incluso en el mismo contexto que la explosión del bloque soviético en la crisis húngara.

En el país de Nagy, y en la Polonia de Gomulka, las contradicciones de la política de desestalinización de Kruschef habían llegado al punto más extremo con una sublevación popular cuyo objetivo era reformar el sistema húngaro mediante un nuevo experimento democrático. La gran tentación americana de acentuar y extender estas contraposiciones era, en palabras de Dulles: “””Estos patriotas miran la libertad como algo más importante que sus propias vidas. Todos los que gozan pacíficamente de esta libertad tienen el solemne deber de buscar todos los medios verdaderamente útiles para los que se mueven por la libertad no mueran en vano””. Pero en ese momento, las dinámicas de la guerra fría y la complejidad del escenario internacional tras la crisis de Suez impusieron sus propias lógicas. Las acciones políticas coherentes con los presupuestos ideológicos cedían el paso a un terreno más pragmático que servía más eficazmente al deseo de responder a la amenaza de una intervención soviética en Egipto que, de hecho, había ligado los diversos planos de la crisis (Suez-Hungría) debilitando las opciones americanas. Desestabilizar la Europa oriental con un apoyo directo a Hungría significaba desestabilizar el tablero mediterráneo y poner en peligro los intereses nacionales americanos en ese área con el riesgo de extenderla a los Balcanes y Oriente Medio y hacerla mundial. De hecho la lógica de la contraposición de las esferas de influencia forzaba hacia una solución de alineamiento entre Washington y Moscú sobre la crisis egipcia mientras, de hecho, Occidente aceptaba no intervenir en los escenarios de renovación que abría la desestalinización en la Europa Oriental.

Sustancialmente la coexistencia competitiva no dejaba márgenes para redefinir de algún modo la situación geopolítica del continente europeo que, ya pacificado, no constituía el terreno de enfrentamiento de la guerra fría, pero que se iba transformando en un área donde se aplicaba con rigor la lógica de la coexistencia, producida al término de la fase de confrontación frontal entre los dos sistemas.

La toma de consciencia de la progresiva marginación de Europa del escenario de las relaciones internacionales acabó con acelerar definitivamente el proceso de integración de la parte occidental del continente hasta que se estipuló el tratado de Roma de 1957. No por casualidad el decisivo relanzamiento del proceso de integración se alcanzó durante la fase más aguda de las crisis de Suez y Hungría. El 6 de noviembre del 56, el canciller de la República federal alemana, Konrad Adenauer, visitó Paris para desbloquear la situación en que se encontraban las negociaciones relativas al Mercado Común y al Euratom tras la conferencia de París. El acuerdo entre París y Bonn, sancionado de manera extraordinariamente simbólica en el Pacto del Elíseo en 1963 –verdadero y propio eje de la construcción de la Unión europea-- representó el esfuerzo más completo y estratégicamente más clarividente para responder a la pérdida de influencia de Europa, permitiéndole salir, fatigosa y gradualmente, de la lógica de la marginalización de la coexistencia competitiva.

2. La crisis de modernización en la URSS

La crisis de modernización de la Unión Soviética gira alrededor de tres aspectos fundamentales: 1) una crisis de leadership; 2) la crisis del modelo de desarrollo socio-económico, 3) la crisis creada por la dinámica de las relaciones internacionales.

La crisis de Hungría representa un efecto no deseado en la tentativa de la clase dirigente soviética de poner en marcha un proceso de revisión, por lo menos parcial, de la política interna y externa de la URSS de Stalin. A partir de la muerte del dictador (1953), en la lucha que se abre por la sucesión, emergen figuras políticas como Kruschef, Mikoyan y Malenkof (al menos hasta su destitución en 1953) que desean una relativa revisión de la herencia staliniana. El objetivo es condenar las degeneraciones de la dictadura, sobre todo las persecuciones masivas, el régimen de terror y el culto a la personalidad. Pero sin abrir un verdadero y claro proceso crítico de masas y una renovación de las instituciones. La salida que la clase dirigente soviética abre, tras el fin de la era del dictador georgiano, persigue unos objetivos precisos: una reforma del sistema interior soviético que permita romper el mito de Stalin, poniendo en auge el principio leninista de la “dirección colegiada”, desarticulando el culto de la personalidad y las más evidentes degeneraciones del terror, pero sin modificar de manera radical los principios de legitimación propios de la dictadura soviética con la idea de renovar las bases del consenso en las que se apoyaba la dictadura misma: el leninismo y sus principios no se ponen a discusión y a confrontarlos con su aplicación o interpretación.

La revisión selectiva de la dictadura soviética, por un lado, salvaguarda tenazmente las instituciones fundamentales políticas construidas por la revolución leninista y reforzadas por la dictadura estalinista y, por otro lado, delinea las oportunidades de una reforma, tímida y gradual, del sistema económico mediante las directivas de Malenkof, destinadas a desarrollar la industria ligera e incrementar el nivel del consumo de masas; la revisión –esta vez profunda-- de la política exterior soviética con la renuncia a la política de “fortaleza” y del aislamiento, dando ventaja a un nuevo activismo soviético en el palcoscenio de las relaciones internacionales (en esta clave se lee el nuevo activismo de la URSS hacia los países asiáticos en 1954 – 1955, la retirada de las acusaciones a la Yugoslavia de Tito (1955), el tratado de paz con Austria del mismo año, la primera Conferencia interaliada de la posguerra en Ginebra (1955) con el rearme de la Alemania occidental que ya estaba en marcha.

Es necesario leer correctamente los límites y vínculos de la política revisionista soviética a partir de 1953, una política que tendrá su culminación en el famoso discurso de Kruschef al XX Congreso del PCUS (1956), con el llamado “informe secreto”, para comprender las dinámicas que todo ello abrió en el mundo comunista y, muy particularmente, en los Estados del Pacto de Varsovia.

La sucesión de Stalin y las críticas a algunos aspectos de su régimen –en lo que podemos definir un proyecto de autorreforma de la dictadura-- fue avanzada por los sucesores ‘estalinilianos’ , convencidos de que la URSS podía conocer una fuerte fase expansiva a condición de no frenar algunos aspectos del estalinismo: la revuelta en la Alemania oriental de 1953 había sido un fiel espejo de las tensiones generadas en los campos económico y político; esta herencia no es sólamente localizable en una cierta continuidad de “métodos” con el período del que parcialmente se querían tomar distancias (la eliminación de los centros de poder de Beria se consigue gracias a los mismos decretos excepcionales que se pusieron en marcha al día siguiente del asesinato de Kirov (1934) y que servirían de apoyo jurídico para las represiones estalinistas) pero tiene un contenido político de gran relevancia. De hecho, nadie en la nomenclatura soviética tenía la intención de reabrir el debate sobre la lucha política conducida por Stalin contra las oposiciones antipartido que llevaron a la eliminación de Trostki, Kamenev y Zinoviev y la de Bujarin. La crítica a las degeneraciones estalinistas no podía, de ningún modo, tocar la validez del edificio conceptual y factual del poder del partido ni los procesos de formación y gestión de la voluntad política en la Unión Soviética. No existía ningún objetivo, a medio y largo plazo, de superación de la dictadura, y ello se traducía en la defensa de los mecanismos de poder y gestión social.

Pero la consecuencias del proceso de desestalinización podían quedar confinadas dentro de los horizontes que auspiciaba la dirección soviética. El clima de distensión favorecido por la nueva política exterior, la revisión de muchas condenas políticas de la época estaliniana (la destitución de Molotov de su cargo de presidente de la Comisión para el re-examen de los casos de represión política en marzo de 1954 abrió el camino a numerosas “rehabilitaciones”); la discusión abierta sobre la función que desarrollaban los órganos de la policía en el sistema político y por la eliminación de los problemas de poder; y, sobre todo, la afirmación de Kruschef (mayo 1955) en Belgrado, relanzando la posibilidad de seguir vías diversas al socialismo, parecían reafirmar la validez de los principios de soberanía e igualdad de derechos en las relaciones entre Estados socialistas. El impulso hacia un relanzamiento de las interpretaciones “nacionales” al socialismo fue muy fuerte y comportó un profundo repensamiento de la idea de soberanía entre países de la Europa oriental junto al relanzamiento de la posibilidad de reinterpretar la experiencia de la democracia popular de manera autónoma.

Esto fue lo que sucedió sobre todo en Hungría y Polonia, donde tales discusiones superaron el restringido ámbito de los cuadros dirigentes del partido e implicaron a los afiliados de base y a los ambientes intelectuales. El caso de Gomulka y los hechos de Poznan inflamaron la experiencia polaca, mientras que el enfrentamiento entre Nagy y Rakosi en Hungría fue el telón de fondo de la extraordinaria revuelta del 56, cuando un país comunista intentó expresar una nueva concepción de la democracia mediante una experiencia de liberación rica de sugerencias. En este periodo de transición nació una alternativa reformadora en el interior del mundo comunista con una profunda caracterización anti estalinista; el dinamismo de los Estados socialistas abrió la perspectiva, en muchas y heterogéneas fuerzas –todas ellas ancladas en el socialismo, aunque en términos “no conformistas”-- para rediscutir los paradigmas de la experiencia del socialismo real, interpretando el marxismo como un sistema abierto. La vía de las reformas radicales, de la posibilidad de reapropiarse de la idea de un sistema económico plurisectorial, apoyado en un nuevo pluralismo político, se cerró con la sustitución de Nikita Kruschef por Breznev en 1964, mientras la intervención militar soviética en los países de la Europa oriental simbolizaba de manera plástica la derrota de los intentos de cambio real tanto en la URSS como en los países de la comunidad socialista.

3. El esfuerzo de renovación de las democracias populares.

El periodo que va desde la muerte de Stalin (1953) a las crisis de Poznan y Hungría (1956) es de gran fermentación en todo el bloque de los países socialistas. El proceso de desestalinización que se abre en la Unión Soviética, la revisión que viene de Moscú con las directrices de la política económica y exterior del país-guía del socialismo real tiene fortísimas repercusiones, en algunos casos dramáticos, sobre todo en los países de la Europa oriental. Naturalmente, no en todos. En Checoslovaquia los cambios en el interior del PC entre el 53 y el 56 impidieron el nacimiento de significativos movimientos populares o de protesta tras la publicación del llamado “informe secreto” de Kruschef al XX Congreso del Pcus. Y también en estos años constituyeron el periodo de afirmación del monopolio de poder en manos de un restringido grupo del vértice comunista sobre todos los sectores de la vida social.

Los países afectados por las transformaciones en curso en los regímenes comunistas fueron Polonia y Hungría, dos naciones muy particulares en la constelación de los aliados de la URSS: Polonia representaba a finales de la Segunda guerra mundial un caso muy particular y espinoso para la política soviética. Por primera vez se dio un movimiento de resistencia en la Alemania nacionalsocialista de gran importancia y también (Polonia) fue la primera víctima del régimen de Hitler cuando estalló la guerra. Tuvo un gobierno en el exilio, en Londres; y sin embargo, liberada por el Ejército Rojo recordaba dolorosamente un intolerable episodio político: el pacto Ribbentrop-Molotov. Las relaciones entre la URSS y Polonia nunca fueron simples, sin olvidar que Polonia fue el centro de un largo y áspero debate entre las potencias en la conferencia de los aliados en Yalta y Postdam: un debate que con frecuencia reclamaba Dulles, el nuevo Secretario de Estado, con acentos polémicos.

A su vez, Hungría representaba, no obstante, el país derrotado por excelencia, habiendo combatido durante la Segunda guerra mundial al lado de los alemanes y contra la URSS. Este dato la ponía en dificultades y en inferioridad en el interior del bloque oriental y permitía a la Unión Soviética establecer en el territorio magiar y control político y militar todavía más preponderante.

El llamado “octubre polaco” se desarrolla sobre los pasos de una crisis interna en el sistema comunista que le cuesta recomponer las tensiones generadas por tres órdenes de problemas:

1) Una crisis económica cada vez más acentuada que paga el precio de una industrialización forzada y una crisis política poco clarividente en las relaciones con el mundo campesino. Por otra parte, sobre la economía polaca gravaba la postura de Moscú que imponía crecientes gastos militares y no siempre el país estaba en condiciones de sostener sin repercusiones importantes en el terreno económico;

2) una crisis política que refleja las repercusiones de los cambios ocurridos en la URSS tras la muerte de Stalin y explota en torno a la cuestión de las vías nacionales al socialista que vuelve a poner Kruschef en el 55 durante su visita a Belgrado, reconociendo la fractura entre la URSS y Yugoslavia (directamente ligada a dicha crisis, es necesario considerar también la objetiva dificultad provocada por la desaparición de una autoridad como la de Stalin cuyo incondicionado reconocimiento no podía ser sustituido por cualquier leadership soviética);

3) una crisis social que se mueve lateralmente a las dos crisis mencionadas pero que no surge específicamente tras la muerte de Stalin: es la crisis abierta entre el régimen comunista y el mundo católico y la institución eclesiástica. Este enfrentamiento encontrará una parcial recomposición gracias a un nuevo entendimiento entre el Partido y el Episcopado, tras las elecciones legislativas de enero de 1957, durante el periodo de la “pequeña estabilización”. De hecho, no obstante, la crisis del sistema comunista polaco será también la lucha de las diversas facciones del partido que intentan definir o redefinir la propia influencia sobre el partido y sobre el Estado. Pensemos, en ese sentido, sobre todo en la feroz lucha de poder que se abrió entre el partido mismo y los aparatos de seguridad. El descontento popular fue ciertamente un factor de la máxima importancia en el octubre polaco, pero no infrecuentemente se convierte en un instrumento utilizado por los contendientes para afirmarse sobre sus propios adversarios.

Sin embargo, también en este contexto, la CGIL y Di Vittorio consiguieron leer en profundidad las dificultades de un modelo socio-económico objetivamente en crisis y la no admisibilidad de los análisis de un sistema coercitivo que negaba a los trabajadores expresar su desacuerdo, más allá y diversamente de los análisis del Pci que subrayaba la instrumentalización, política y reaccionaria, de la protesta de los trabajadores polacos. Di Vittorio quiso subrayar que si “no hubiera existido el descontento difuso y profundo de las masas obreras” ningún intento de provocación hubiera podido generar incidentes y protestas de ese género. En aquella ocasión la crítica de Di Vittorio a los sindicatos polacos fue explícita, acusándolos de haberse separado “de la masa de trabajadores y de sus necesidades” y, por ello, incapaces de asumir la responsabiliad de “defender enérgicamente las justas reivindicaciones de los trabajadores”.

Algunas semanas más tarde, los comunistas polacos, en su órgano oficial –el diario “Tribuna Ludu”-- admitían que “era necesario aceptar” las críticas de Di Vittorio, y declaraban indispensable abrir un nuevo curso que modifcase la relación entre el partido, el sindicato y los trabajadores.

Las caracterísiticas propias de la crisis de Hungría del 56, sin embargo, son el intento de todo un pueblo de liberarse de la opresión soviética para experimentar la construcción de una democracia, alejada tanto de los modelos de la democracia popular como de los modelos de la democracia liberal, juzgados en gran medida como una especie de “democracia formal”.

La revuelta húngara teorizaba un nuevo modelo de democracia donde los consejos obreros fueran la base de una nueva representatividad. Habrían ejercido los tradicionales poderes de la propiedad mediante el modelo de una asamblea de accionistas eligiendo un management autónomo en la fase operativa y garantizando simultáneamente la libertad sindical; de esta manera a los miembros de la empresa en su condición de ser parte de la propiedad, pero alternativamente parte del trabajo dependiente cuyos intereses estarían defendidos por una representación sindical, siendo muy rígida la imposibilidad de disponer y acumular cargos en las diversas formas de representación. Por otra parte, esta nueva estructura consejista era formalmente introducida en el cuadro institucional, mediante la creación de una segunda Cámara, en una república parlamentaria: era la Cámara de los consejos, destinada a convertirse en un auténtico gobierno de la economía. El objetivo de fondo era multiplicar las posibilidades de representación y la implicación activa de los propios ciudadanos dando sustancia a la idea democrática de participación popular y reduciendo al máximo posible los márgenes de la delegación del poder para combatir las eventuales derivas oligopolistas de la democracia. Hay una gran atención, por ejemplo, al papel de los partidos y al peligro de limitar la iniciativa y la acción de los ciudadanos.

Desde este punto de vista, parece de notable interés analizar los procedimientos formales para garantizar todas las elecciones a cualquier tipo de organismo durante los días de la revuelta: sustancia y forma vuelven a ser, en la experiencia húngara, dos momentos igualmente importantes. Además, se introducían importantes reflexiones sobre el tema de la propiedad general y colectiva que no podía transformarse en el absurdo paso de la propiedad de los privados a un nuevo sujeto dominante como el partido o la nomenclatura del Estado (introducción de los conceptos de propiedad inmediata y a corto vector). La revolución antitotalitaria se liga a la revolución por la “democracia radical”, entendida como fragmentación del poder, y llevando rápida y verticalmente al colapso del poder estatal comunista.

4. Giuseppe Di Vittorio y la posición de la CGIL

Una vez analizada la crisis del 56 en el plano internacional y definido los contornos en el interior del más vasto escenario de la crisis de los regímenes de las democracias populares tras el pasaje histórico de la apertura a los procesos de desestalinización, resultará más fácil seguir sus repercusiones en Italia y, en particular, en la CGIL.

El 27 de octubre de 1956, la secretaría de la CGIL de Giuseppe Di Vittorio emite un durísimo comunicado de condena ante “la trágica situación que se ha creado en Hungría, segura de interpretar el sentimiento general de los trabajadores italianos”.

El inicio del proceso de desestalinización, a partir del 53, y sobre todo las consecuencias del informe de Kruschef al XX Congreso del PCUS habían propiciado un relanzamiento de la dialéctica política dentro de las democracias populares, favoreciendo –en el interior del socialismo internacional-- la discusión entre posiciones diversas sobre la validez del sistema soviético y su capacidad de hegemonizar, mediante el ejemplo específico de la realización histórica de una sociedad socialista, la interpretación de la doctrina marxista. La experiencia del llamado “comunismo reformador” con sus posiciones antiestalinistas --que extendió su crítica incluso a las teorías leninistas, en el intento de reconsiderar el marxismo como sistema abierto, capaz de reapropiarse de las ideas relativas a un sistema económico plurisectorial y las del pluralismo político y de ideas (programa del Octubre polaco y el de la Primavera de Praga)-- prometía liberar energías políticas, intelectuales y culturales, capaces de someter la experiencia del a nuevas categorías críticas socialismo real a nuevas categorías críticas.

La intervención militar soviética para sofocar las revueltas en Polonia y Hungría (1956) aclaraba los márgenes, verdaderamente estrechos, que la clase dirigente moscovita podía permitir a la política de “desestalinización”, reclamando a los partidos comunistas una interpretación ortodoxa, siguiendo las directivas soviéticas, del marxismo, reintroduciendo la iniciativa crítica en las angostas dificultades de la validez teleológica de la experiencia de la URSS y en las no menores dificultades de la lógica de la guerra fría y de la contraposición entre sistemas.

En este contexto histórico, el mayor sindicato confederal de izquierdas del mundo occidental y su secretario, Giuseppe Di Vittorio, tenían el espesor moral para condenar el derramamiento de sangre en Hungría y el coraje político para expresar: “la condena histórica y definitiva de los métodos antidemocráticos de gobierno y dirección política y económica que han creado la separación entre dirigentes y masas populares”. Una condena que iba más allá de la institintiva conmoción por lo trágico de los sucesos, en los que la democracia había sido sacrificada a un principio de autoridad, convertido en criterio de verdad. La sensibilidad personal de un hombre como Di Vittorio, cuya interpretación del marxismo estaba enraizada a sus vivencias personales en Cerignola, en el mundo campesino, en el antifascismo (con la valía de una personalidad extraordinaria y con los límites de un hombre que lucha por aprehender los análisis más renovadores de la transformación capitalista) y la capacidad de la CGIL para interpretar la democracia anclándola en la idea de la participación, la defensa de los derechos humanos y de los trabajadores, de la libertad para manifestar el desacuerdo (líneas básicas propias del pacto constitucional italiano), la autonomía sindical en la búsqueda de un socialismo basado en la acción de los trabajadores y no en el triunfo del Estado, nutren el marco en el que se inscribe el comunicado de 1956.

Ciertamente, esa resolución no reflejaba una valoración política completa pues no había tiempo, ni tampoco se podía definir el punto de llegada de una elaboración teórica acerca del problema de la reformabilidad de los sistemas de socialismo real. No obstante expresaba –tal vez, gracias a la excepcionalidad e imprevisibilidad, el patrimonio de valores genético de la confederación; expresaba el sentido profundo de la historia sindical italiana, un sentido que no necesitaba una reflexión pero que espontáneamente emergía como carácter identitario que se había forjado en los últimos decenios de lucha, reivindicaciones, derrotas y conquistas... Un patrimonio que, desde 1906, había conformado la CGIL que, en las icásticas palabras del 27 de octubre, se rebelaba contra una represión armada. Frente a una confrontación entre las reivindicaciones de los de abajo y un mecanismo coercitivo y represivo, la Cgil en el momento de la espontaneidad no podía tener dudas. No se lo permitía su historia; a continuación vinieron las reflexiones políticas, pero en aquel preciso momento sólo debía predominar la solidaridad con la lucha del pueblo, y nadie mejor que Di Vittorio podía encarnar con su historia personal dicha solidaridad.

No por casualidad que el comunicado de octubre explicita la ruptura del monopolio de los partidos en el terreno de la política interior e internacional que, a pesar de la dura exigencia de Togliatti y del PCI a la subordinación del sindicato en los meses siguientes, será expuesta al Congreso del PCI, en diciembre del 56 por Di Vittorio (ruptura de la teoría de la correa de transmisión) que ya existía en la rica y válida capacidad de proyecto de la Cgil: el Piano del Lavoro, que impregnará el curso de la historia del sindicato en los años sucesivos.

Mientras el Partido comunista, de Togliatti, se esforzaba para interpretar la valencia de las novedades que se estaban dando con el XX Congreso del PCUS, de la que se interpretaba sobre todo la peligrosidad para la estabilización de la desestabilización de todo el movimiento comunista internacional y considera definitiva la intervención soviética en Hungría “un derecho y un deber sacrosanto”, la reacción de la Cgil se concretaba en la intuitiva defensa de la participación, como garantía de los derechos de la libertad y la democracia: “El progreso social y la construcción de una sociedad, en la que el trabajo sea liberado de la explotación capitalista, son posibles sólamente con el acuerdo y la participación activa de la clase obrera y las masas populares, garantía de la más amplia afirmación de los derechos de libertad, democracia e independencia nacional”.

En el sindicato italiano está la consciencia del nexo entre democracia, relación con las masas, condición de trabajo y Estado: es el enorme patrimonio programático y reivindicativo que nace desde la base de esta comprensión y permite a la Cgil alzar su protesta cuando las instituciones intervienen para sofocar violentamente la respuesta obrera en la Polonia del 56 o en la insurrección del pueblo en Hungría. El 30 de octubre del 56, en la dirección del PCI –en un contexto dominado por la tensión y la necesidad de aclarar las relaciones entre el sindicato y el partido--, Di Vittorio reafirma con fuerza una convicción que era el alma del comunicado de octubre: “Es necesario modificar radicalmente también la política económica. Cierto, es preciso desarrollar la industria pesada y la bélica, pero los límites deben ser negociados con la clase obrera. Decir estas cosas abierta y francamente para que haya un ligamen profundo entre masas y gobierno [...] Democratizar profundamente es una condición para la salvación del sistema socialista”. En esto, por el contrario, el Partido comunista parecía deducir la clásica desconfianza de la teoría marxista hacia las formas de gobierno, a las que considera incapaces de modificar la esencia del Estado: desconfianza que se transforma en dificultad para elaborar una verdadera y propia teoría de los límites del ejercicio del poder.

La degeneración del sistema político –entendido como superestructura— sólo podía conducir a una crítica de la estructura económica y al reconocimiento de las dificultades de la transformación de la propiedad y la economía. Pero no es por casualidad que la revuelta húngara y la elaboración teórica de aquella experiencia tenían como objetivo de fondo multiplicar las posibilidades de representación y la implicación activa de los propios ciudadanos, dando sustancia a la idea democrática de la participación popular y reducir lo máximo posible los márgenes de la delegación en el poder.

No es que Togliatti y el PCI no se dieran cuenta de los errores y degeneraciones en los países socialistas o no advirtieran la responsabilidad de la política de Moscú frente a la crisis de los regímenes de la Europa oriental (en el contenido, incluso si no en la forma, Togliatti era sustancialmente favorable a la línea del XX Congreso del PCUS), pero, de todas maneras, interpretaban los acontecimientos en las grietas de la intrínseca validez de la experiencia histórica de la revolución del 17 y del sistema del socialismo real, la Urss, que le dio forma y contenido a aquella revolución.

Togliatti no dudaba en afirmar: “Estamos con los nuestros, incluso cuando se equivocan”. Lo dijo, incluso teniendo la convicción de la necesidad de las vías nacionales al socialismo y el indiscutible enraizamiento del PCI a los valores de la Constitución italiana –verdadera referencia de valores de la experiencia comunista italiana; lo dijo cuando las dinámicas políticas corrían el peligro de amenazar la existencia de la patria del socialismo, tal como se desarrollaba mediante la dirección de Lenin y, con algunas degeneraciones, de Stalin.

La posición sorprendía por la unilateralidad y la falta de complejidad de juicio en el interior de la dirección del PCI, muy atrapada en las lógicas de contraposición del sistema que la crisis de Suez había hecho explotar, y sobre todo porque era incapaz de profundizar en la crítica hasta poner en cuestión la validez del sistema institucional y constitucional del socialismo real: Hungría, en esa lógica, se convertía en una experiencia contra revolucionaria a reprimir.

Sin embargo, la CGIL declara explícitamente un tema basilar de su concepción del desarrollo: “sólamente sobre la vía del desarrollo democrático se realiza un ligamen efectivo, vivo y creador entre las masas trabajadoras y el Estado popular”. Este dato señala una profunda diversidad de puntos de vista entre la confederación sindical y el Partido comunista en 1956. Es conveniente recordar que tales diferencias se manifiestan en el interior de un idéntico cuadro de referencia: ninguno de los dos sujetos piensa en una ruptura con la Unión Soviética, y en último análisis apuesta por la reformabilidad de aquel sistema y las democracias populares.

Dentro de este común convencimiento se desarrollan planos muy diversos de análisis y de crítica. En la disolución del problema mediante categorías analíticas para aclarar la complejidad, partido y sindicato llevan dentro de sí su historia, su especificidad cultural y la diversidad de su experiencia, obligaciones y actividad. Me parece que un aspecto que debe ponerse en evidencia –y tal vez sea digno de una mayor profundización— es la proximidad entre el análisis del sindicato y el de los intelectuales comunistas que criticaron con fuerza en un documento a la dirección del partido y afirmaron la necesidad de “la construcción del socialismo en sus únicas bases naturales: el acuerdo y la participación activa de las clases trabajadoras, en las que se debe confiar”. Unas palabras que Di Vittorio no habría tenido problemas para suscribir.

Entonces como ahora, se ha discutido mucho sobre el presunto paso atrás de Di Vittorio en el discurso de Livorno del 4 de diciembre del 56 y de la capacidad del PCI de reivindicar su propia supremacía sobre el sindicato, conduciendo a la Cgil a unas posiciones más ortodoxas en torno a los hechos de Hungría.

Primera cosa: el discurso del 4 de noviembre no fue una verdadera autocrítica sino un intento de mediar entre posiciones muy irreconciliables. En las dificultades en las que se debatía en aquellos días la izquierda italiana no se les escapaba ciertamente al secretario de la Cgil lo delicado del tema y sobre todo tampoco se le escapaba el peligro de la ruptura del valor de la unidad, siempre imprescindible en la experiencia política y sindical de Di Vittorio. Incluso en los días más dramáticos de la revolución húngara –los días 3 y 4 de noviembre con la segunda intervención soviético y el nacimiento del Gobierno Kadar-- Di Vittorio habla en Livorno y reafirma que “la unidad es una necesidad vital de todos los trabajadores”. Es un discurso que tiene un tono en cierta medida incluso un contenido diverso del de octubre, pero el secretario de la CGIL no renuncia a aclarar: “El segundo esfuerzo capital es el de una democratización profunda de los poderes populares y de todas las organizaciones proletarias y democráticas para evitar la burocratización y las separaciones tan profundas entre los dirigentes y la base”.

Las presiones sobre el sindicato son fortísimas. Se llegará incluso a una acusación, con un fuerte sabor de delación por parte de Togliatti hacia el secretario de la Cgil; y las corrientes –sindicales y políticas-- que exigían un realineamiento de la confederación hacia las posiciones del partido, ejercieron un importante condicionamiento. Sin embargo, la Cgil conservará –en un contexto de mayor cautela política—determinación de exigencia de la autonomía sindical y de sus propias especificidades reivindicativas, políticas y programáticas, como recalcó con fuerza Di Vittorio en el recordado discurso en el VIII Congreso del PCI, en diciembre del 56.

La posición de Di Vittorio era naturalmente ingenua a propósito de las relaciones internacionales. Como presidente de la Federación Sindical Mundial había sostenido la necesidad de que esta organización tuviera una visión global de los problemas del trabajo. Para representar a los trabajadores de los países occidentales, a los de los países socialistas, a los de los coloniales y ex coloniales, la FSM debía asumir como sujeto el mundo del trabajo más allá de las diferencias de sistema político, o sea: simplemente sobre la base de una visión universal, internacional de los derechos de los trabajadores. La renuncia a una visión universal impidió a la FSM representar plenamente aquel sujeto. La propuesta de la “Carta de derechos sindicales y derechos democráticos de los trabajadores de todo el mundo”, avanzada en el Congreso de Viena (1953) surgía de esta exigencia. Vale la pena releer algunos párrafos:

““Exigimos plena libertad de organización sindical para todos los trabajadores, sin discriminación alguna, en todos los países del mundo. [...] Exigimos que todas las organizaciones sindicales sean libres e independientes, y que ningún gobierno se arrogue la pretensión absurda de inmiscuirse en su funcionamiento y ordenamiento.

Reivindicamos el pleno derecho de huelga para todos los trabajadores sin excepción alguna. Queremos que cada trabajador del mundo entero sea libre de adherirse a la organización sindical que prefiera y militar activamente en sus filas. Exigimos que todos los dirigentes sindicales, a todos los niveles, sean elegidos democráticamente por los afiliados al sindicato””

Di Vittorio era obviamente consciente que tales declaraciones entraban en contradicción con la realidad de los sindicatos soviéticos. Pero se trataba de afirmar una visión a la que incluso los sindicatos soviéticos habrían tenido que adecuarse. Así pues, la posición de Di Vittorio ante los acontecimientos de Hungría era, desde ese punto de vista, simplemente coherente. Más todavía, en él había la consciencia de que la crisis de las democracias populares habría podido determinar la derrota histórica de todo el movimiento comunista, incapacitándole para representar un modelo universal de emancipación.

También la CGIL, naturalmente, estaba destinada en los meses siguientes a deducir la gradualidad de un proceso de reforzamiento de su propia identidad y subjetividad política (interna e internacional) que el comunicado de octubre no cerrara sino que lo dejó bien abierto. Éxitos y fracasos, avances y bruscos repliegues se alternaron en las dinámicas internas de la Confederación en los años sesenta y setenta. Pero el mérito de Giuseppe Di Vittorio y del comunicado de octubre quedará como el de haber indicado un camino, de haber abierto una perspectiva crítica a toda la izquierda italiana y de haber reafirmado –en un momento cuyas lógicas de política exterior, tácticas y hábitos culturales consolidados, lo hacían extremadamente dificultoso-- la fuerza y la importancia de los valores que la izquierda y, en general, la conciencia democrática de todo el país habría considerado identitario.


Monday, April 23, 2007

3. ADRIANO GUERRA SOBRE DI VITTORIO

El 23 de octubre de 1956 en Budapest una manifestación en solidaridad con los trabajadores de Varsovia --donde el primer gobierno de Gomulka a pesar del veto soviético había sido elegido con el apoyo popular como primer dirigente del POUP-- se transforma rápidamente en una gran insurrección popular para imponer lel retorno de Imre Nagy y el fin del régimen de Rakosi (que había vuelto de la Unión Soviética) y de Gëro. Durante la noche se decide encargar a Nagy la formación de un nuevo gobierno y, mientras en las calles la revuelta –alimentada por la sanguinaria intervención policial-- no se aplaca, se decide pedir la intervención de las tropas soviéticas.

El 24 de octubre la insurrección se extiende, y en todo el país surgen decenas de “comités obreros revolucionarios”. Al día siguiente, mientras se forma el Gobierno Nagy, la policía dispara contra los manifestantes desde los tejados del Ministerio de Agricultura. Las víctimas son un centenar. Más tarde son 120 las víctimas de la represión policial. Más tarde son otras 120 víctimas de la represión policial en Mosonmagyarovar. Los consejos obreros revolucionarios exigen la retirada de los soviéticos y elecciones libres. Todo el mundo mira a Moscú donde el Presidium del PCUS –que el 24 ha enviado a Budapest a dos de sus miembros, Mikoyan y Suslov— se reúne con carácter permanente. ¿Qué decidirán los dirigentes soviéticos frente a una crisis y una revuelta que pone en discusión, con la nueva línea de febrero en torno al “Informe secreto” de Kruschef, aspectos importantes del cuadro mundial? ¿y qué harán en Occidente los gobiernos, las fuerzas políticas y los sindicatos?

En Roma, en la sede de la CGIL, el 27 de octubre de 1956, Di Vittorio está en su despacho. Fernando Santi, secretario socialista se encuentra fuera de Roma. Está Giacomo Brodolini, socialista, quien tiene el borrador de un documento de solidaridad con los trabajadores húngaros. Quizá –lo ha explicado otro socialista, Oreste Lizzadri, que con Piero Boni estaba presente, a Michele Pistillo, el biógrafo de Di Vittorio-- Brodolini pensaba que, en todo caso, el documento debía salir aunque sólo estuviera firmado por los miembros de la corriente socialista[1]. Con Ferdinando Santi ausente, el documento se presenta a Di Vittorio, quien lo hace suyo inmediatamente. «Quien vivió aquellos días, ha escrito Piero Boni-- puede testimoniar serenamente que el texto de la resolución fue el mismo que el de los socialistas (Brodolini), y que Di Vittorio no sólo no hizo objeciones sino que manifestó una adhesión convencida»[2]. El “borrador” de Brodolini se convirtió, así, en un documento de la Secretaría de la CGIL, el inicio de la última batalla de Giuseppe Di Vittorio.

El documento se articulaba en tres puntos. En las primeras líneas estaba la posición sobre “los luctuosos acontecimientos” húngaros, en los que se reconocía “la condena histórica y definitiva de los métodos antidemocráticos del gobierno y la dirección política que determinan la separación entre los dirigentes y las masas populares”. A continuación se tomaba nota del favorable desarrollo de la situación en Polonia, tras la llegada al poder de Gomulka, seguido de grandes apoyos populares, a pesar de la neta oposición soviética. Y, finalmente, a propósito de la primera intervención soviética en Hungría (el 24 de octubre) se afirmaba que la CGIL “fiel al principio de la no intervención de un Estado en los asuntos internos de otro Estado” deploraba que “se haya pedido, y así se ha verificado en Hungría, la intervención de tropas extranjeras”.

Cuando lo volvemos a leer hoy, podría parecer un documento moderado. Pero no es así. Hay que volver a aquellos tiempos y a aquel lenguaje. Estamos frente, no sólo a una declaración de solidaridad con los trabajadores húngaros sino a una crítica radical del sistema soviético. Nunca había ocurrido que la Cgil, que un comunista a la cabeza de la Cgil, tomando como motivo los “luctuosos acontecimientos”, se pronunciase con una “condena histórica y definitiva de los métodos antidemocráticos de gobierno y dirección”.

En lo referente a los otros puntos del documento, se recuerda que la URSS retiró las tropas de la primera intervención y –como resulta de los documentos que conocemos hoy (las famosas “notas de Malin” que comprenden los esteneogramas de las reuniones del vértice soviético[3]) – se toma la decisión de invadir la Hungría de Imre Nagy, después de complejas discusiones, el 31 de octubre. Sabemos que también el PCI tomó una posición crítica en las discusiones de la primera intervención. Así pues, no está aquí el contraste entre las posiciones del PCI y las de la CGIL sobre la crisis húngara. Un contraste que estalla en la reunión de la dirección comunista el 23 de octubre[4].

Por lo que se refiere, sin embargo, a Polonia se recuerda que las posiciones de Di Vittorio (y de la CGIL) y las de Togliatti se fueron diferenciando ya en junio en los días de las huelgas de Poznan que abrieron el camino a la crisis que se concluyó en octubre con el retorno al poder de Gomulka[5].

Di Vittorio, incluso reconociendo que entre los manifestantes podrían estar algunos provocadores, se puso decididamente de parte de los trabajadores en huelga. Togliatti respondió con un artículo donde ponía en el centro de la cuestión la “presencia del enemigo” y su polémica con el secretario de la CGIL se mantiene, incluso cuando los dirigentes polacos reconocen la justeza de las críticas de Di Vittorio: véanse los resúmenes de la reunión de la dirección del PCI del 30 de octubre.

Con lo que se ha dicho, permite precisar que la toma de posición de Di Vittorio ante la crisis húngara, y la posterior intervención militar soviética, que puso fin al intento de Nagy, no fue el dictado de un momento de indignación y rabia, ni un juicio “sentimental y sumario” como afirma Togliatti en su intervención en la reunión de la dirección comunista. Ni tampoco fue el fruto de la preocupación (aunque ello estuvo) en no alimentar pretextos que llevaran a la ruptura de las relaciones con los socialistas de la CGIL. Se recuerda que dos meses antes, en agosto, se celebró la reunión de Pralognan entre Nenni y Saragat, y que el 5 de octubre –es decir, sólo a pocas semanas-- el viejo e histórico “pacto de unidad de acción” entre el PCI y el PSI fue sustituido por un inocuo “pacto de consulta”.

Se ha dicho que el “no” del secretario de la CGIL es una lúcida visión de la realidad de la URSS; una visión que venía de lejos, y que Di Vittorio no había abandonado. No es verdad –como se continúa diciendo— que Di Vittorio renegara de lo dicho; continuó de acuerdo con la declaración y así lo expresó con un comunicado personal en días sucesivos[6]. Hay quien ha hablado de una “penosa autocrítica”. Quien, como Amendola, dice que Di Vittorio fue “solidario con Togliatti”: “También Di Vittorio, que aprobó un documento de la Cgil deplorando los hechos de Hungría, dijo Amendola, en el partido fue solidario con Togliatti y concretó su posición con una declaración»[7]. El acuerdo con el documento de Brodolini fue siempre, desde el principio hasta el final, pleno.

Si a continuación se leen los apuntes de la reunión de la dirección del PCI (30 de Octubre), la cosa se transforma rápidamente, como sabemos, en un proceso a Di Vittorio, y se puede observar que el dirigente sindical, para no agriar más el tono, se esfuerza en no agravar más la situación que se ha producido (“trabajaré junto a los compañeros contra todos los intentos de empeorar las cosas”[8], dijo, y más adelante se verán las razones de esta postura) reivindicando muy claramente la posición asumida por la Cgil, poniéndose al lado de los trabajadores húngaros, convertidos en los protagonistas de una insurrección que – precisó – debería verse como un “hecho histórico” y “sacar las correspondientes lecciones”[9]. Por lo demás, el mismo Togliatti afirmó, en sus conclusiones, que “la respuesta de Di Vittorio no ha sido satisfactoria”[10].

Vale la pena recordar, finalmente, que veinte años después, Gian Carlo Pajetta –que con Amendola tuvo un encontronazo con Di Vittorio, saliendo éste de la reunión con lágrimas en los ojos-- hablando con Michelle Pistilo (diciembre de 1976) explicó que “Di Vittorio expresaba sus profundas convicciones sobre la gestión del poder y la función de los sindicatos en los regímenes socialistas»[11]. En suma, Di Vittorio nunca se hizo la autocrítica sobre la cuestión húngara.

Para demostrar lo contrario se citan algunos fragmentos de su mitin en Livorno, el 4 de noviembre de 1956, justamente el mismo día que Budapest informa sobre la intervención militar soviética. En dicho discurso afirma –es verdad—que los miembros de la secretaria que son comunistas, incluido el mismo Di Vittorio, habían “aceptado la declaración de la secretaría de la CGIL, aunque en determinados puntos no se corresponden íntegramente con nuestras convicciones”. Y, además, que la adhesión de la corriente comunista al documento de la CGIL “no significa que nosotros hayamos atenuado el profundo afecto que sentimos por la URSS y nuestro gran reconocimiento por todo lo que ha hecho y hará (a pesar de los anteriores errores que han denunciado los mismos compañeros soviéticos) por la causa de la paz y el triunfo de los grandes ideales del socialismo”[12]. Pero se trata de afirmaciones que, por un lado, reflejan no las posiciones personales de Di Vittorio sino los contrastes y dudas sobre el documento del 27 de octubre, ya aprobado, durante la reunión de la corriente comunista; y, por otro lado, se pueden encontrar casi en los mismos términos de los escritos y discursos anteriores de Di Vittorio. Por ejemplo, en sus respuestas a quienes le atacaron en el transcurso de la reunión comunista. “No amo menos a la Unión Soviética que otros compañeros”, dijo en uno de sus intervenciones[13].

En lo que se refiere más específicamente a Hungría, en el mitin de Livorno afirma que “también los fascistas del viejo tirano Horthy, los antiguos industriales y latifundistas expropiados levantaron la bandera de la libertad, la independencia y el bienestar” para que “una vez pasado el viento masacrar a los adversarios con la idea de destruir las conquistas de la revolución: la nacionalización de la industria y la reforma agraria”. Ahora bien, debe recordarse que en el comunicado redactado por Brodolini había acentos parecidos sobre la presencia de fuerzas contrarrevolucionarias, añadiendo que se deseaba que la nación húngara pudiera encontrar por fin “en una renovada concordia la fuerza para superar la dramática crisis actual, aislando así los elementos reaccionarios que se habían infiltrado en esa crisis con el propósito de restablecer un régimen de explotación y opresión”.

Todavía hay que añadir que –no a título personal, sino en su calidad de secretario de la CGIL-- Di Vittorio (mientras venían de Budapest noticias no suficientemente controladas, pero no por ello infundadas sobre las masacres de los comunistas) envió al presidente del gobierno, Nagy, un mensaje exigiendo “el cese inmediato de las masacres y venganzas en neto respeto a los valores de la libertad y legalidad que reclamaban los movimientos insurreccionales”[14]. En definitiva, no se puede olvidar el clima de aquellos días: las tensiones que vivían no sólo los comunistas sino también los socialistas en aquellas horas.

Siguiendo con el mitin de Livorno, Di Vittorio precisó que deberían sacarse dos enseñanzas. La primera: “No dejarse engañar por el enemigo”, “no permitir la disgregación de las organizaciones y mantenerse unidos”. La segunda: trabajar por una “profunda democratización de los poderes populares y de todas las organizaciones proletarias y democráticas para evitar la burocratización y tan profunda separación entre los dirigentes y la base”. Es evidente que las palabras de Livorno reflejan –más allá de lo sucedido en los días anteriores en la dirección del PCI-- las dramáticas noticias que en aquellas mismas horas venían de Hungría. Sin embargo, no se trata de una autocrítica. En otro ámbito diferente se ha situado el “problema Di Vittorio”: en que, tras haber asumido una posición crítica sobre Hungría, contrapuesta a la del PCI, el secretario del sindicato no presentó batalla. Es decir, Di Vittorio no hizo nada para que el partido asumiera los planteamientos de la Cgil, aprovechando el “proceso” que montó Togliatti contra él. Aquí está la amargura de los que, como Giolitti, pensaron en Di Vittorio como el “Gomulka italiano”. “Nunca me hubiera contrapuesto a Togliatti –dijo en la reunión de la dirección comunista-- es una cosa tan absurda que nunca hubiera pensado»[15]. Así es Di Vittorio. Ahí está, si lo queremos así, los límites de su batalla: en su relación con el partido.

Esto puede parecer, ciertamente, de difícil comprensión, en nuestros días, cuando hemos descubierto o casi descubierto los valores de la laicidad y también de la desideologización de la política. Sin embargo, para Di Vittorio –para el jornalero de la Puglia, para el militante del “sindicalismo revolucionario”, que se ha convertido en un cuadro de la Internacional Comunista-- el camino hacia la laicidad de la política no pasaba por ahí: por poner en cuestión la unidad y la relación con el partido. Lo que no significaba para Di Vittorio callar. Eso tampoco.

Hay que recordar el episodio de 1939 porque ayuda a recordar a través de qué vías llega al “juicio total y definitivo” sobre el socialismo soviético en 1956. En 1939 Di Vittorio se posicionó claramente contra el Pacto Molotov - Ribbentrop[16]. Recoge la invitación que Nenni había dirigido a los comunistas italianos para que se separasen de Moscú, de la misma forma que ellos lo habían hecho, decía Nenni, “de determinados aspectos de los partidos hermanos y de los gobiernos socialistas»[17].

La ruptura política era importante, pero Di Vittorio –solo, aislado y posteriormente encarcelado por la policía francesa-- no pensó nunca abandonar el partido. En la Prisión de la Santé se encontró con dos detenidos, Guido Miglioli y Bruno Buozzi. Habló con ellos –como explicó en 1954[18] – no solamente de la unidad sindical, sino incluso “de la unidad de acción entre los dos partidos, el comunista y el socialista”. El “caso Di Vittorio” se resolvió sin rupturas, igual que se resolvieron los “casos” análogos: los de Terracini y Camilla Ravera que, en Ventotene, estuvieron en contra del “pacto”. Tampoco, con relación a ello, hubo jamás autocrítica alguna.

Togliatti conocía perfectamente todo esto. Conocía al hombre. ¿Por qué entonces su posición frontal a Di Vittorio y al comunicado de la secretaría de la CGIL? ¿Por qué aquel 30 de octubre miraba con temor a Di Vittorio? Para tener una respuesta es necesario hacer referencia a otro documento de gran importancia en aquellos días: el mensaje enviado por Togliatti el mismo día 30 de octubre, mientras se celebraba la reunión de la dirección del PCI a Kruschef: “Los grupos que acusan a la dirección de nuestro partido de no haber tomado posición en defensa de la insurrección de Budapest –y que afirman que dicha insurrección debe defenderse porque está motivada justamente” –se lee “... exigen que toda la dirección sea sustituida y piensan que Di Vittorio podría ser el nuevo líder del partido»[19]. «Estos se basan –se añade en la carta-- en una declaración de Di Vittorio que no se corresponde con la línea del partido y que nosotros no hemos aprobado»[20]. ¿Se trata de una preocupación totalmente absurda por parte de Togliatti? Si lo miramos con los ojos de hoy diremos que sí.

Los dirigentes del PCI, en sus memorias, están todos de acuerdo en afirmar que no se podía proponer una línea distinta a la que sostenía Togliatti. La base –esta era una opinión común-- no habría aceptado una ruptura con la URSS. No obstante, se recuerda que aquellos días estaban llenos de incertidumbre.

El grupo dirigente soviético estaba fuertemente dividido, en los límites de una clamorosa ruptura. Por una parte –véanse las “notas de Malin” ya señaladas[21] – había presiones favorables a la intervención. Kaganovich: “Estamos ante una abierta contrarrevolución, hay que actuar con dureza”; Vorosilov: “Hay que reprimir con decisión”. Por otra parte, el mismo 30 de octubre, se publica la “Declaración del gobierno soviético” que contiene una firme autocrítica sobre la política que se ha llevado con los países aliados y la decisión de retirar las tropas de Hungría. Todo esto mientras Mikoyan y Suslov se encuentran en Budapest y negocian con Nagy alcanzando importantes acuerdos y, mientras, Kruschef examinaba la hipótesis de la “finlandización” de Hungría. Todo ello era conocido por Togliatti, que sabía que estaba en marcha una operación internacional contra Kruschef, a la que se había adherido el Partido comunista francés: Thorez había intentado infructuosamente un acuerdo con Togliatti durante una reunión en Roma el día de Navidad[22].

Añádase otro elemento, ya señalado, pero que no debe olvidarse: Gomulka había ganado en Polonia a pesar del desesperado intento de los soviéticos de impedirle su triunfo. Y con Gomulka, los comunistas polacos le habían dado la razón a Di Vittorio cuando el enfrentamiento con el PCUS y con Togliatti, declarándose a favor de los huelguistas de Poznan. Las preocupaciones de Togliatti nacían de estos interrogantes que podemos definir justamente como angustiosos.

Nos encontramos ante un nudo –tal vez el nudo decisivo-- de aquella situación, no sólo de la del PCI. Esto es, las razones que llevaron a Kruschef a escoger la vía de la intervención militar contra la Hungría de Imre Nagy. Y Togliatti a apoyar aquella calamitosa decisión, actuando para que triunfara. Lo que temía Togliatti no era evidentemente que Di Vittorio se presentase como el “Gomulka italiano” y presentara batalla. Togliatti sabia que el secretario de la CGIL seguiría opinando igual sobre Polonia y Hungría, pero nunca haría nada para romper con el partido. Lo que Togliatti temía –se deduce de todas sus intervenciones-- era que la cosa tuviera en Hungría la misma salida que en Polonia con la victoria de Gomulka y con la ruptura del grupo dirigente soviético y del movimiento comunista mundial.

Estos eran los interrogantes que pesaron en aquella reunión de la dirección del PCI y empujaron a Togliatti a hacer una distinción entre quienes veían en la crisis húngara un resultado negativo del XX Congreso (“Posición falsa que arroja al mar todo lo que se ha hecho de nuevo y lo que se está haciendo”) y los que piensan que “la revuelta húngara ha sido democrática y socialista”, debiendo ser apoyada desde el principio”[23]. “Quienes apoyan la primera posición –esta es la conclusión de Togliatti-- no se salen de la disciplina de partido”. Deben ser apoyados tanto en Roma como en Moscú. Los que se solidarizan con los revoltosos húngaros violan la disciplina de partido. Y –más todavía-- fuerza a Togliatti en su mensaje a Kruschef no sólo a recordar que el PCI había definido desde el primer momento la revuelta húngara como “contrarrevolucionaria” sino --haciendo suyas las tesis de los que en Moscú estaban por acabar con la revuelta-- apoyando que “el gobierno húngaro, estuviese o no Imre Nagy, se habría orientado hacia una dirección reaccionaria”.

No todo estaba claro, en definitiva, en octubre de 1956; diversos y enfrentados fueron los factores que, bloqueando junto a la revolución democrática húngara lo que se abrió con el XX Congreso, condujeron a tomar tan grave decisión.

Volviendo a Di Vittorio: lo que es cierto es que, en todo caso, llamado expresamente a ponerse a la cabeza del movimiento de protesta que afectó al PCI, rechazó la invitación. Sin renegar nunca lo que dijo sobre Poznan y Hungría.

Lo prueba su intervención en el VIII Congreso del PCI en enero de 1957. Allí, junto a las razones que le llevaron no sólo a no romper con el partido y alinearse con Togliatti sobre la recuperada “vía nacional al socialismo, responde de manera puntual y precisa sobre los temas de la crisis de Polonia y Hungría. Particularmente sorprende su clara referencia al artículo de Togliatti, “La presenza del nemico”, sobre las huelgas de Polonia.

“Si fuese justo el análisis en el que insisten algunos compañeros, especialmente en el exterior, según el cual todo o casi todo depende de la acción de los provocadores fascistas e imperialistas, la única consecuencia lógica sería reforzar los servicios de la policía. Lo que dejaría sin solución los grandes problemas políticos y sociales que han sido generados por los métodos equivocados de dirección política... Cierto, siempre está presente y activa la provocación del enemigo que cuenta con grandes medios... Pero estos agentes del enemigo no estarían en condiciones de conseguir resultados apreciables y serían fácilmente aislados si no pudiesen operar sobre la base de un profundo descontento de las masas, tanto más peligroso como más comprometido con medidas de tipo coercitivo»[24].

Es verdad que en su intervención en el Congreso del PCI, Di Vittorio polemizó explícitamente con Giolitti y con quienes abandonaron o estaban en puertas de irse del partido. Pero se equivocarían si no vieran algo más: a no ver que su batalla continuaba hasta el final.

No es casualidad que Roger Garaudy, en nombre del Partido comunista francés, en un artículo famoso, avanzara duras críticas a la línea de los comunistas italianos, centrara su ataque en Giolitti y Di Vittorio. Al dirigente sindical le reprochó haber sostenido que “la unidad sindical exige la plena independencia no sólo de la patronal y de los gobiernos, sino también de los partidos.”

La última batalla de Di Vittorio fue derrotar la idea de que el sindicato sólo podía ser “la correa de transmisión del partido”; y con Di Vittorio estuvieron, debemos recodarlo, los socialistas que, a partir de Fernando Santi impidieron que cuajara el nacimiento de un sindicato socialista. Así pues, lo que merece ser recordado es que la última batalla de Di Vittorio surge como reflexión de la tragedia húngara. El famoso mitin de Livorno que con ligereza se ha considerado el inicio de la retirada de nuestro hombre es el punto de partida de un discurso nuevo sobre el tema de la unidad sindical, ya que señala claramente los peligros nacían de la permanencia de corrientes de partido en el interior de la CGIL --aunque ellas fueran la base de la refundación del sisndicato tras la Liberazione-- cuando se iban diluyendo las relaciones entre los partidos.

Cierto, ahora estamos en un nuevo siglo. No hace falta decir lo que ha cambiado desde aquellos tiempos. Creo que lo que dijo y puso en marcha Di Vittorio sobre la unidad de los trabajadores y los sindicatos le hace ser un precursor. Entre los que, en el 56 –como ahora se dice-- tuvieron razón, los gobiernos y los partidos de gobierno, Nenni, el partido socialista, los disidentes comunistas, eran gentes que como Di Vittorio condujeron la batalla bajo la doble señal, a veces de manera contradictoria, tal vez de manera inadecuada y perdedora, pero dramáticamente necesaria, de la búsqueda y la defensa de la verdad y, paralelamente, de la unidad. Recordémoslo, mientras se busca en el pasado, con dificultad, a los posibles “padres fundadores” de nuevas políticas.



[1] Michele Pistillo, Giuseppe Di Vittorio 1944-1957, Roma, Editori Riu-niti, 1977, p. 330.

[2] Piero Boni, Il bracciante dell’unità, in Giuseppe Di Vittorio. Le ragioni del sindacato nella costruzione della democrazia, Roma, Ediesse, 1993, pp. 58-76.

[3] Mark Kramer, The «Malin Notes» on the Crises in Hungary and Poland, 1956. Traslated and Annotaded by Mark Kramer, in «Col War International History Project Bullettin», nn. 8-9, 1997, pp. 386-410.

[4] Maria Luisa Righi (a cura di), Quel terribile 1956. I verbali della Direzione comunista fra il XX Congresso del Pcus e l’VIII Congresso del Pci. Introduzione di Renzo Martinelli, Roma, Editori Riuniti, 1996, pp. 217-240.

[5] Adriano Guerra, Bruno Trentin, Di Vittorio e l’ombra di Stalin. L’Ungheria, il Pci e l’autonomia del sindacato, Roma, Ediesse, 1997, pp. 41-56.

[6] «Avanti!», 28 ottobre 1956.

[7] Giorgio Amendola, Il rinnovamento del Pci, Intervista di Renato Nicolai, Editori Riuniti, 1978, p. 135.

[8] Maria Luisa Righi (a cura di), op. cit., p. 224.

[9] Maria Luisa Righi (a cura di), op. cit., p. 223.

[10] Ivi, p. 239.

[11] Michele Pistillo, op. cit., p. 333.

[12] «L’Unità», 5 novembre 1956.

[13] Maria Luisa Righi (a cura di), op. cit., p. 238.

[14] Michele Pistillo, op. cit., p. 335.

[15] Maria Luisa Righi (a cura di), op. cit., p. 238.

[16] Adriano Guerra, Bruno Trentin, op. cit., pp. 87 e sgg.

[17] «Il Nuovo Avanti!», 31 agosto 1939.

[18] «L’Unità», 4 aprile 1954.

[19] Adriano Guerra, Comunismi e comunisti, Dalle «svolte» di Togliatti e Stalin del 1944 al crollo del comunismo democratico, Bari, Dedalo, 2005, pp. 190-191.

[20] Ivi.

[21] Si veda nota 3.

[22] Adriano Guerra, Comunismi e…, cit., p. 203.

[23] Maria Luisa Righi (a cura di), op. cit., pp. 219-220.

[24] VIII Congresso del Pci. Atti e Risoluzioni, Roma, Editori Riuniti, 1956, p. 432 e sgg.