Informe al Seminario
La crisis del sistema de relaciones internacionales en el interior de los paradigmas de la guerra fría.
El escenario internacional, donde deben situarse los acontecimientos húngaros de 1956, está dominado por una primera y breve, aunque intensa, fase de distensión de la Guerra fría.
Dos episodios importantes de 1953 contribuyeron a rediseñar el cuadro diplomático y nutrieron las líneas de fuerza de la política exterior de las grandes potencias: la muerte de José Stalin y las nuevas opciones estratégicas del grupo dirigente soviético, de un lado; y, de otro lado, la elección a la presidencia de los Estados Unidos del general Eisenhower, acompañado por la designación de John Foster Dulles en el cargo de Secretario de Estado.
Para los Usa parecía significar el preludio de un cierto dinamismo fuertemente preñado de anticomunismo: la teoría de la contención iba a ser sustituida por la del “roll back”, que estaba diseñada para acentuar y agudizar las tensiones en el interior de la URSS con la intención de desarticular el bloque de poder oriental y la indiscutida hegemonía soviética que exigía a esta potencia a una aplicación más literal de los acuerdos de Yalta.
Pero era en el universo soviético donde se registraban las novedades más señaladas. Cerrada ya la cuestión coreana el 27 de julio de 1953, la URSS parecía abandonar la lógica de férrea contraposición con los sistemas capitalistas para abrir una nueva fase de distensión que dejaba entrever el declive político del concepto de coexistencia competitiva. No por casualidad, Malenkov afirmaba, en agosto de 1953: “”Creemos firmemente que no existen cuestiones controvertidas o importantes que no puedan ser, hoy, resueltas mediante mutuos entendimientos entre las partes interesadas... Nosotros somos favorables –como lo fuimos en el pasado-- a la coexistencia pacífica entre los dos sistemas. Sostenemos que no existen razones objetivas para una confrontación entre los Estados Unidos y la URSS””
Se abría un proceso no lineal y denso de tensiones entre un ala de derechas del Partido comunista soviético, dispuesta a revisar los presupuestos de la política exterior de la Urss y un ala más conservadora que, bajo la huella de los acontecimientos alemanes de 1953, rechazaba cualquier cambio estratégico y se apoyaba en los militares que iban elaborando, por su parte, la teoría del primer golpe. Pero, a pesar de las incertidumbres, el camino de revisar la política de la “fortaleza”, de matriz estaliniana, continuó sobre la senda de un renovado interés que la nueva dirigencia soviética, surgida de la solución centrista que había puesto a Kruschef en el vértice del Estado, se orientaba hacia el movimiento anticolonialista y hacia coaliciones neutrales.
La Conferencia de Ginebra, en junio de 1954, para un Tratado de paz en Corea y por un armisticio en Vietnam, donde la derrota militar francesa había puesto en entredicho la estabilidad en el área, se caracterizó por un renovado activismo de la diplomacia soviética que era fundamental para conseguir un acuerdo entre las partes y, sobre todo, para permitir a la Francia de Mendès-France quitarse de en medio de la zona de crisis sin tener que admitir abiertamente su derrota: el activismo de la diplomacia soviética en esta ocasión y en los resultados que consiguió, no fueron extraños a la decisión de la Asamblea francesas de bloquear la constitución de un ejército europeo integrado en 1954.
También, significativos acontecimientos como la adhesión de Alemania occidental a la OTAN y la constitución de la Unión europea occidental, fueron interpretados en una lógica de distensión en el interior de los equilibrios creados por la guerra fría que preveían la posibilidad de un tácito balanceo que puntualmente la Unión Soviética ponía en marcha con la constitución del Pacto de Varsovia (11 de mayo de 1955), el mismo año de la firma del tratado de paz con Austria.
Parecía superado por Moscú el tiempo de la clausura hacia el exterior, y el dominio de las preocupaciones defensivas debía ceder el puesto a la reasunción de iniciativas creíbles en política exterior. La etapa más importante de esta reencontrada distensión de las relaciones internacionales fue la Conferencia de Ginebra de 1955 que vio cómo se sentaban en la misma mesa, por primera vez desde la conferencia de Potsdam, el francés Faure, el inglés Eden, Eisenhover y Dulles por los USA, y Bulganin, Kruschef, Molotov y Zukov por la Unión Soviética. Aunque la conferencia no alcanzó resultados significativos, tuvo tanto simbólico que se empezó a hablar del nuevo “espíritu de Ginebra”.
El aislamiento era una variable de la política exterior que no permitía a la URSS interceptar las grandes iniciativas novedosas, provinentes, sobre todo, del movimiento nacionalista internacional que, tras haberse extendido por Asia (guerra de Corea), avanzó por África (fin de la dinastía Faruk) y amenazaba con explotar en la misma Europa oriental, fomentado por el nacionalismo de Tito. En un mundo en movimiento, el aislamiento soviético hacía emerger toda la debilidad de un sistema de alianzas, basado sólo en la coerción y en el inmovilismo incapaz de resistir de fuertes presiones exteriores. El viaje de Kruschef a Belgrado, a finales de mayo de 1955, se orientaba a rebajar una de estas amenazas externas: la consolidación de la posición de Belgrado sobre el tablero de la Europa oriental y balcánica.
Tras la alianza entre Yugoslavia, Grecia y Turquía, era muy importante que el sistema de Tito no apareciera como antagonista de la experiencia soviética, incluso a costa de reabrir involuntariamente la polémica sobre el concepto de vías nacionales al comunismo y a las nociones de internacionalismo socialista. Sin embargo, existía esta contradicción, y cuando los grupos dirigentes de la Europa oriental empezaron a reclamar coherencia con la premisa política del viaje a Belgrado, todo el conglomerado estratégico de la nueva política exterior soviética entró en crisis. El nuevo activismo soviético, junto al XX Congreso del PCUS, reabrían la discusión, incluso en el interior del bloque occidental y, sobre todo, en los Estados Unidos, donde la tesis de Dulles se enfrentaban a un crítico lúcido y creíble como George Kennan: “””No debemos torpedear esta evolución soltándole salvajes fanfarronadas, diciendo que eso representa el triunfo y la reivindicación de nuestra política y la ignominiosa derrota de los jefes soviéticos que no han sido promotores de tales cambios”””.
Es fundamental poner de relieve como algo propio en 1956 que la Alianza Atlántica entraba en una de las fases más críticas de su historia, corriéndose el riesgo seriamente de enviar a todos los países de reciente independencia a las manos del nuevo dinamismo kruscheviano y hacia el modelo soviético. La reacción anglo-francesa frente a la política de Nasser y a la nacionalización del Canal de Suez abrió la fractura del mundo occidental. La opción militar de los europeos, apoyados por el ataque preventivo israelita, fue duramente contestada por la administración norteamericana que se daba cuenta lúcidamente del peligro que Occidente fuese asociado a la idea de un nuevo, imposible y nocivo colonialismo. Washington no habría permitido tal naufragio de la imagen de los USA en el mundo para defender los intereses franceses en Argelia o los ingleses en el Golfo Pérsico; y cuando la intervención militar anglo-francesa se concretó, la reacción fue la puesta en marcha de instrumentos coercitivos para interrumpirla, incluso en el mismo contexto que la explosión del bloque soviético en la crisis húngara.
En el país de Nagy, y en la Polonia de Gomulka, las contradicciones de la política de desestalinización de Kruschef habían llegado al punto más extremo con una sublevación popular cuyo objetivo era reformar el sistema húngaro mediante un nuevo experimento democrático. La gran tentación americana de acentuar y extender estas contraposiciones era, en palabras de Dulles: “””Estos patriotas miran la libertad como algo más importante que sus propias vidas. Todos los que gozan pacíficamente de esta libertad tienen el solemne deber de buscar todos los medios verdaderamente útiles para los que se mueven por la libertad no mueran en vano””. Pero en ese momento, las dinámicas de la guerra fría y la complejidad del escenario internacional tras la crisis de Suez impusieron sus propias lógicas. Las acciones políticas coherentes con los presupuestos ideológicos cedían el paso a un terreno más pragmático que servía más eficazmente al deseo de responder a la amenaza de una intervención soviética en Egipto que, de hecho, había ligado los diversos planos de la crisis (Suez-Hungría) debilitando las opciones americanas. Desestabilizar la Europa oriental con un apoyo directo a Hungría significaba desestabilizar el tablero mediterráneo y poner en peligro los intereses nacionales americanos en ese área con el riesgo de extenderla a los Balcanes y Oriente Medio y hacerla mundial. De hecho la lógica de la contraposición de las esferas de influencia forzaba hacia una solución de alineamiento entre Washington y Moscú sobre la crisis egipcia mientras, de hecho, Occidente aceptaba no intervenir en los escenarios de renovación que abría la desestalinización en la Europa Oriental.
Sustancialmente la coexistencia competitiva no dejaba márgenes para redefinir de algún modo la situación geopolítica del continente europeo que, ya pacificado, no constituía el terreno de enfrentamiento de la guerra fría, pero que se iba transformando en un área donde se aplicaba con rigor la lógica de la coexistencia, producida al término de la fase de confrontación frontal entre los dos sistemas.
La toma de consciencia de la progresiva marginación de Europa del escenario de las relaciones internacionales acabó con acelerar definitivamente el proceso de integración de la parte occidental del continente hasta que se estipuló el tratado de Roma de 1957. No por casualidad el decisivo relanzamiento del proceso de integración se alcanzó durante la fase más aguda de las crisis de Suez y Hungría. El 6 de noviembre del 56, el canciller de la República federal alemana, Konrad Adenauer, visitó Paris para desbloquear la situación en que se encontraban las negociaciones relativas al Mercado Común y al Euratom tras la conferencia de París. El acuerdo entre París y Bonn, sancionado de manera extraordinariamente simbólica en el Pacto del Elíseo en 1963 –verdadero y propio eje de la construcción de la Unión europea-- representó el esfuerzo más completo y estratégicamente más clarividente para responder a la pérdida de influencia de Europa, permitiéndole salir, fatigosa y gradualmente, de la lógica de la marginalización de la coexistencia competitiva.
2. La crisis de modernización en la URSS
La crisis de modernización de la Unión Soviética gira alrededor de tres aspectos fundamentales: 1) una crisis de leadership; 2) la crisis del modelo de desarrollo socio-económico, 3) la crisis creada por la dinámica de las relaciones internacionales.
La crisis de Hungría representa un efecto no deseado en la tentativa de la clase dirigente soviética de poner en marcha un proceso de revisión, por lo menos parcial, de la política interna y externa de la URSS de Stalin. A partir de la muerte del dictador (1953), en la lucha que se abre por la sucesión, emergen figuras políticas como Kruschef, Mikoyan y Malenkof (al menos hasta su destitución en 1953) que desean una relativa revisión de la herencia staliniana. El objetivo es condenar las degeneraciones de la dictadura, sobre todo las persecuciones masivas, el régimen de terror y el culto a la personalidad. Pero sin abrir un verdadero y claro proceso crítico de masas y una renovación de las instituciones. La salida que la clase dirigente soviética abre, tras el fin de la era del dictador georgiano, persigue unos objetivos precisos: una reforma del sistema interior soviético que permita romper el mito de Stalin, poniendo en auge el principio leninista de la “dirección colegiada”, desarticulando el culto de la personalidad y las más evidentes degeneraciones del terror, pero sin modificar de manera radical los principios de legitimación propios de la dictadura soviética con la idea de renovar las bases del consenso en las que se apoyaba la dictadura misma: el leninismo y sus principios no se ponen a discusión y a confrontarlos con su aplicación o interpretación.
La revisión selectiva de la dictadura soviética, por un lado, salvaguarda tenazmente las instituciones fundamentales políticas construidas por la revolución leninista y reforzadas por la dictadura estalinista y, por otro lado, delinea las oportunidades de una reforma, tímida y gradual, del sistema económico mediante las directivas de Malenkof, destinadas a desarrollar la industria ligera e incrementar el nivel del consumo de masas; la revisión –esta vez profunda-- de la política exterior soviética con la renuncia a la política de “fortaleza” y del aislamiento, dando ventaja a un nuevo activismo soviético en el palcoscenio de las relaciones internacionales (en esta clave se lee el nuevo activismo de la URSS hacia los países asiáticos en 1954 – 1955, la retirada de las acusaciones a la Yugoslavia de Tito (1955), el tratado de paz con Austria del mismo año, la primera Conferencia interaliada de la posguerra en Ginebra (1955) con el rearme de la Alemania occidental que ya estaba en marcha.
Es necesario leer correctamente los límites y vínculos de la política revisionista soviética a partir de 1953, una política que tendrá su culminación en el famoso discurso de Kruschef al XX Congreso del PCUS (1956), con el llamado “informe secreto”, para comprender las dinámicas que todo ello abrió en el mundo comunista y, muy particularmente, en los Estados del Pacto de Varsovia.
La sucesión de Stalin y las críticas a algunos aspectos de su régimen –en lo que podemos definir un proyecto de autorreforma de la dictadura-- fue avanzada por los sucesores ‘estalinilianos’ , convencidos de que la URSS podía conocer una fuerte fase expansiva a condición de no frenar algunos aspectos del estalinismo: la revuelta en la Alemania oriental de 1953 había sido un fiel espejo de las tensiones generadas en los campos económico y político; esta herencia no es sólamente localizable en una cierta continuidad de “métodos” con el período del que parcialmente se querían tomar distancias (la eliminación de los centros de poder de Beria se consigue gracias a los mismos decretos excepcionales que se pusieron en marcha al día siguiente del asesinato de Kirov (1934) y que servirían de apoyo jurídico para las represiones estalinistas) pero tiene un contenido político de gran relevancia. De hecho, nadie en la nomenclatura soviética tenía la intención de reabrir el debate sobre la lucha política conducida por Stalin contra las oposiciones antipartido que llevaron a la eliminación de Trostki, Kamenev y Zinoviev y la de Bujarin. La crítica a las degeneraciones estalinistas no podía, de ningún modo, tocar la validez del edificio conceptual y factual del poder del partido ni los procesos de formación y gestión de la voluntad política en la Unión Soviética. No existía ningún objetivo, a medio y largo plazo, de superación de la dictadura, y ello se traducía en la defensa de los mecanismos de poder y gestión social.
Pero la consecuencias del proceso de desestalinización podían quedar confinadas dentro de los horizontes que auspiciaba la dirección soviética. El clima de distensión favorecido por la nueva política exterior, la revisión de muchas condenas políticas de la época estaliniana (la destitución de Molotov de su cargo de presidente de la Comisión para el re-examen de los casos de represión política en marzo de 1954 abrió el camino a numerosas “rehabilitaciones”); la discusión abierta sobre la función que desarrollaban los órganos de la policía en el sistema político y por la eliminación de los problemas de poder; y, sobre todo, la afirmación de Kruschef (mayo 1955) en Belgrado, relanzando la posibilidad de seguir vías diversas al socialismo, parecían reafirmar la validez de los principios de soberanía e igualdad de derechos en las relaciones entre Estados socialistas. El impulso hacia un relanzamiento de las interpretaciones “nacionales” al socialismo fue muy fuerte y comportó un profundo repensamiento de la idea de soberanía entre países de la Europa oriental junto al relanzamiento de la posibilidad de reinterpretar la experiencia de la democracia popular de manera autónoma.
Esto fue lo que sucedió sobre todo en Hungría y Polonia, donde tales discusiones superaron el restringido ámbito de los cuadros dirigentes del partido e implicaron a los afiliados de base y a los ambientes intelectuales. El caso de Gomulka y los hechos de Poznan inflamaron la experiencia polaca, mientras que el enfrentamiento entre Nagy y Rakosi en Hungría fue el telón de fondo de la extraordinaria revuelta del 56, cuando un país comunista intentó expresar una nueva concepción de la democracia mediante una experiencia de liberación rica de sugerencias. En este periodo de transición nació una alternativa reformadora en el interior del mundo comunista con una profunda caracterización anti estalinista; el dinamismo de los Estados socialistas abrió la perspectiva, en muchas y heterogéneas fuerzas –todas ellas ancladas en el socialismo, aunque en términos “no conformistas”-- para rediscutir los paradigmas de la experiencia del socialismo real, interpretando el marxismo como un sistema abierto. La vía de las reformas radicales, de la posibilidad de reapropiarse de la idea de un sistema económico plurisectorial, apoyado en un nuevo pluralismo político, se cerró con la sustitución de Nikita Kruschef por Breznev en 1964, mientras la intervención militar soviética en los países de la Europa oriental simbolizaba de manera plástica la derrota de los intentos de cambio real tanto en la URSS como en los países de la comunidad socialista.
3. El esfuerzo de renovación de las democracias populares.
El periodo que va desde la muerte de Stalin (1953) a las crisis de Poznan y Hungría (1956) es de gran fermentación en todo el bloque de los países socialistas. El proceso de desestalinización que se abre en la Unión Soviética, la revisión que viene de Moscú con las directrices de la política económica y exterior del país-guía del socialismo real tiene fortísimas repercusiones, en algunos casos dramáticos, sobre todo en los países de la Europa oriental. Naturalmente, no en todos. En Checoslovaquia los cambios en el interior del PC entre el 53 y el 56 impidieron el nacimiento de significativos movimientos populares o de protesta tras la publicación del llamado “informe secreto” de Kruschef al XX Congreso del Pcus. Y también en estos años constituyeron el periodo de afirmación del monopolio de poder en manos de un restringido grupo del vértice comunista sobre todos los sectores de la vida social.
Los países afectados por las transformaciones en curso en los regímenes comunistas fueron Polonia y Hungría, dos naciones muy particulares en la constelación de los aliados de la URSS: Polonia representaba a finales de la Segunda guerra mundial un caso muy particular y espinoso para la política soviética. Por primera vez se dio un movimiento de resistencia en la Alemania nacionalsocialista de gran importancia y también (Polonia) fue la primera víctima del régimen de Hitler cuando estalló la guerra. Tuvo un gobierno en el exilio, en Londres; y sin embargo, liberada por el Ejército Rojo recordaba dolorosamente un intolerable episodio político: el pacto Ribbentrop-Molotov. Las relaciones entre la URSS y Polonia nunca fueron simples, sin olvidar que Polonia fue el centro de un largo y áspero debate entre las potencias en la conferencia de los aliados en Yalta y Postdam: un debate que con frecuencia reclamaba Dulles, el nuevo Secretario de Estado, con acentos polémicos.
A su vez, Hungría representaba, no obstante, el país derrotado por excelencia, habiendo combatido durante la Segunda guerra mundial al lado de los alemanes y contra la URSS. Este dato la ponía en dificultades y en inferioridad en el interior del bloque oriental y permitía a la Unión Soviética establecer en el territorio magiar y control político y militar todavía más preponderante.
El llamado “octubre polaco” se desarrolla sobre los pasos de una crisis interna en el sistema comunista que le cuesta recomponer las tensiones generadas por tres órdenes de problemas:
1) Una crisis económica cada vez más acentuada que paga el precio de una industrialización forzada y una crisis política poco clarividente en las relaciones con el mundo campesino. Por otra parte, sobre la economía polaca gravaba la postura de Moscú que imponía crecientes gastos militares y no siempre el país estaba en condiciones de sostener sin repercusiones importantes en el terreno económico;
2) una crisis política que refleja las repercusiones de los cambios ocurridos en la URSS tras la muerte de Stalin y explota en torno a la cuestión de las vías nacionales al socialista que vuelve a poner Kruschef en el 55 durante su visita a Belgrado, reconociendo la fractura entre la URSS y Yugoslavia (directamente ligada a dicha crisis, es necesario considerar también la objetiva dificultad provocada por la desaparición de una autoridad como la de Stalin cuyo incondicionado reconocimiento no podía ser sustituido por cualquier leadership soviética);
3) una crisis social que se mueve lateralmente a las dos crisis mencionadas pero que no surge específicamente tras la muerte de Stalin: es la crisis abierta entre el régimen comunista y el mundo católico y la institución eclesiástica. Este enfrentamiento encontrará una parcial recomposición gracias a un nuevo entendimiento entre el Partido y el Episcopado, tras las elecciones legislativas de enero de 1957, durante el periodo de la “pequeña estabilización”. De hecho, no obstante, la crisis del sistema comunista polaco será también la lucha de las diversas facciones del partido que intentan definir o redefinir la propia influencia sobre el partido y sobre el Estado. Pensemos, en ese sentido, sobre todo en la feroz lucha de poder que se abrió entre el partido mismo y los aparatos de seguridad. El descontento popular fue ciertamente un factor de la máxima importancia en el octubre polaco, pero no infrecuentemente se convierte en un instrumento utilizado por los contendientes para afirmarse sobre sus propios adversarios.
Sin embargo, también en este contexto, la CGIL y Di Vittorio consiguieron leer en profundidad las dificultades de un modelo socio-económico objetivamente en crisis y la no admisibilidad de los análisis de un sistema coercitivo que negaba a los trabajadores expresar su desacuerdo, más allá y diversamente de los análisis del Pci que subrayaba la instrumentalización, política y reaccionaria, de la protesta de los trabajadores polacos. Di Vittorio quiso subrayar que si “no hubiera existido el descontento difuso y profundo de las masas obreras” ningún intento de provocación hubiera podido generar incidentes y protestas de ese género. En aquella ocasión la crítica de Di Vittorio a los sindicatos polacos fue explícita, acusándolos de haberse separado “de la masa de trabajadores y de sus necesidades” y, por ello, incapaces de asumir la responsabiliad de “defender enérgicamente las justas reivindicaciones de los trabajadores”.
Algunas semanas más tarde, los comunistas polacos, en su órgano oficial –el diario “Tribuna Ludu”-- admitían que “era necesario aceptar” las críticas de Di Vittorio, y declaraban indispensable abrir un nuevo curso que modifcase la relación entre el partido, el sindicato y los trabajadores.
Las caracterísiticas propias de la crisis de Hungría del 56, sin embargo, son el intento de todo un pueblo de liberarse de la opresión soviética para experimentar la construcción de una democracia, alejada tanto de los modelos de la democracia popular como de los modelos de la democracia liberal, juzgados en gran medida como una especie de “democracia formal”.
La revuelta húngara teorizaba un nuevo modelo de democracia donde los consejos obreros fueran la base de una nueva representatividad. Habrían ejercido los tradicionales poderes de la propiedad mediante el modelo de una asamblea de accionistas eligiendo un management autónomo en la fase operativa y garantizando simultáneamente la libertad sindical; de esta manera a los miembros de la empresa en su condición de ser parte de la propiedad, pero alternativamente parte del trabajo dependiente cuyos intereses estarían defendidos por una representación sindical, siendo muy rígida la imposibilidad de disponer y acumular cargos en las diversas formas de representación. Por otra parte, esta nueva estructura consejista era formalmente introducida en el cuadro institucional, mediante la creación de una segunda Cámara, en una república parlamentaria: era la Cámara de los consejos, destinada a convertirse en un auténtico gobierno de la economía. El objetivo de fondo era multiplicar las posibilidades de representación y la implicación activa de los propios ciudadanos dando sustancia a la idea democrática de participación popular y reduciendo al máximo posible los márgenes de la delegación del poder para combatir las eventuales derivas oligopolistas de la democracia. Hay una gran atención, por ejemplo, al papel de los partidos y al peligro de limitar la iniciativa y la acción de los ciudadanos.
Desde este punto de vista, parece de notable interés analizar los procedimientos formales para garantizar todas las elecciones a cualquier tipo de organismo durante los días de la revuelta: sustancia y forma vuelven a ser, en la experiencia húngara, dos momentos igualmente importantes. Además, se introducían importantes reflexiones sobre el tema de la propiedad general y colectiva que no podía transformarse en el absurdo paso de la propiedad de los privados a un nuevo sujeto dominante como el partido o la nomenclatura del Estado (introducción de los conceptos de propiedad inmediata y a corto vector). La revolución antitotalitaria se liga a la revolución por la “democracia radical”, entendida como fragmentación del poder, y llevando rápida y verticalmente al colapso del poder estatal comunista.
4. Giuseppe Di Vittorio y la posición de la CGIL
Una vez analizada la crisis del 56 en el plano internacional y definido los contornos en el interior del más vasto escenario de la crisis de los regímenes de las democracias populares tras el pasaje histórico de la apertura a los procesos de desestalinización, resultará más fácil seguir sus repercusiones en Italia y, en particular, en la CGIL.
El 27 de octubre de 1956, la secretaría de la CGIL de Giuseppe Di Vittorio emite un durísimo comunicado de condena ante “la trágica situación que se ha creado en Hungría, segura de interpretar el sentimiento general de los trabajadores italianos”.
El inicio del proceso de desestalinización, a partir del 53, y sobre todo las consecuencias del informe de Kruschef al XX Congreso del PCUS habían propiciado un relanzamiento de la dialéctica política dentro de las democracias populares, favoreciendo –en el interior del socialismo internacional-- la discusión entre posiciones diversas sobre la validez del sistema soviético y su capacidad de hegemonizar, mediante el ejemplo específico de la realización histórica de una sociedad socialista, la interpretación de la doctrina marxista. La experiencia del llamado “comunismo reformador” con sus posiciones antiestalinistas --que extendió su crítica incluso a las teorías leninistas, en el intento de reconsiderar el marxismo como sistema abierto, capaz de reapropiarse de las ideas relativas a un sistema económico plurisectorial y las del pluralismo político y de ideas (programa del Octubre polaco y el de la Primavera de Praga)-- prometía liberar energías políticas, intelectuales y culturales, capaces de someter la experiencia del a nuevas categorías críticas socialismo real a nuevas categorías críticas.
La intervención militar soviética para sofocar las revueltas en Polonia y Hungría (1956) aclaraba los márgenes, verdaderamente estrechos, que la clase dirigente moscovita podía permitir a la política de “desestalinización”, reclamando a los partidos comunistas una interpretación ortodoxa, siguiendo las directivas soviéticas, del marxismo, reintroduciendo la iniciativa crítica en las angostas dificultades de la validez teleológica de la experiencia de la URSS y en las no menores dificultades de la lógica de la guerra fría y de la contraposición entre sistemas.
En este contexto histórico, el mayor sindicato confederal de izquierdas del mundo occidental y su secretario, Giuseppe Di Vittorio, tenían el espesor moral para condenar el derramamiento de sangre en Hungría y el coraje político para expresar: “la condena histórica y definitiva de los métodos antidemocráticos de gobierno y dirección política y económica que han creado la separación entre dirigentes y masas populares”. Una condena que iba más allá de la institintiva conmoción por lo trágico de los sucesos, en los que la democracia había sido sacrificada a un principio de autoridad, convertido en criterio de verdad. La sensibilidad personal de un hombre como Di Vittorio, cuya interpretación del marxismo estaba enraizada a sus vivencias personales en Cerignola, en el mundo campesino, en el antifascismo (con la valía de una personalidad extraordinaria y con los límites de un hombre que lucha por aprehender los análisis más renovadores de la transformación capitalista) y la capacidad de la CGIL para interpretar la democracia anclándola en la idea de la participación, la defensa de los derechos humanos y de los trabajadores, de la libertad para manifestar el desacuerdo (líneas básicas propias del pacto constitucional italiano), la autonomía sindical en la búsqueda de un socialismo basado en la acción de los trabajadores y no en el triunfo del Estado, nutren el marco en el que se inscribe el comunicado de 1956.
Ciertamente, esa resolución no reflejaba una valoración política completa pues no había tiempo, ni tampoco se podía definir el punto de llegada de una elaboración teórica acerca del problema de la reformabilidad de los sistemas de socialismo real. No obstante expresaba –tal vez, gracias a la excepcionalidad e imprevisibilidad, el patrimonio de valores genético de la confederación; expresaba el sentido profundo de la historia sindical italiana, un sentido que no necesitaba una reflexión pero que espontáneamente emergía como carácter identitario que se había forjado en los últimos decenios de lucha, reivindicaciones, derrotas y conquistas... Un patrimonio que, desde 1906, había conformado la CGIL que, en las icásticas palabras del 27 de octubre, se rebelaba contra una represión armada. Frente a una confrontación entre las reivindicaciones de los de abajo y un mecanismo coercitivo y represivo, la Cgil en el momento de la espontaneidad no podía tener dudas. No se lo permitía su historia; a continuación vinieron las reflexiones políticas, pero en aquel preciso momento sólo debía predominar la solidaridad con la lucha del pueblo, y nadie mejor que Di Vittorio podía encarnar con su historia personal dicha solidaridad.
No por casualidad que el comunicado de octubre explicita la ruptura del monopolio de los partidos en el terreno de la política interior e internacional que, a pesar de la dura exigencia de Togliatti y del PCI a la subordinación del sindicato en los meses siguientes, será expuesta al Congreso del PCI, en diciembre del 56 por Di Vittorio (ruptura de la teoría de la correa de transmisión) que ya existía en la rica y válida capacidad de proyecto de la Cgil: el Piano del Lavoro, que impregnará el curso de la historia del sindicato en los años sucesivos.
Mientras el Partido comunista, de Togliatti, se esforzaba para interpretar la valencia de las novedades que se estaban dando con el XX Congreso del PCUS, de la que se interpretaba sobre todo la peligrosidad para la estabilización de la desestabilización de todo el movimiento comunista internacional y considera definitiva la intervención soviética en Hungría “un derecho y un deber sacrosanto”, la reacción de la Cgil se concretaba en la intuitiva defensa de la participación, como garantía de los derechos de la libertad y la democracia: “El progreso social y la construcción de una sociedad, en la que el trabajo sea liberado de la explotación capitalista, son posibles sólamente con el acuerdo y la participación activa de la clase obrera y las masas populares, garantía de la más amplia afirmación de los derechos de libertad, democracia e independencia nacional”.
En el sindicato italiano está la consciencia del nexo entre democracia, relación con las masas, condición de trabajo y Estado: es el enorme patrimonio programático y reivindicativo que nace desde la base de esta comprensión y permite a la Cgil alzar su protesta cuando las instituciones intervienen para sofocar violentamente la respuesta obrera en la Polonia del 56 o en la insurrección del pueblo en Hungría. El 30 de octubre del 56, en la dirección del PCI –en un contexto dominado por la tensión y la necesidad de aclarar las relaciones entre el sindicato y el partido--, Di Vittorio reafirma con fuerza una convicción que era el alma del comunicado de octubre: “Es necesario modificar radicalmente también la política económica. Cierto, es preciso desarrollar la industria pesada y la bélica, pero los límites deben ser negociados con la clase obrera. Decir estas cosas abierta y francamente para que haya un ligamen profundo entre masas y gobierno [...] Democratizar profundamente es una condición para la salvación del sistema socialista”. En esto, por el contrario, el Partido comunista parecía deducir la clásica desconfianza de la teoría marxista hacia las formas de gobierno, a las que considera incapaces de modificar la esencia del Estado: desconfianza que se transforma en dificultad para elaborar una verdadera y propia teoría de los límites del ejercicio del poder.
La degeneración del sistema político –entendido como superestructura— sólo podía conducir a una crítica de la estructura económica y al reconocimiento de las dificultades de la transformación de la propiedad y la economía. Pero no es por casualidad que la revuelta húngara y la elaboración teórica de aquella experiencia tenían como objetivo de fondo multiplicar las posibilidades de representación y la implicación activa de los propios ciudadanos, dando sustancia a la idea democrática de la participación popular y reducir lo máximo posible los márgenes de la delegación en el poder.
No es que Togliatti y el PCI no se dieran cuenta de los errores y degeneraciones en los países socialistas o no advirtieran la responsabilidad de la política de Moscú frente a la crisis de los regímenes de la Europa oriental (en el contenido, incluso si no en la forma, Togliatti era sustancialmente favorable a la línea del XX Congreso del PCUS), pero, de todas maneras, interpretaban los acontecimientos en las grietas de la intrínseca validez de la experiencia histórica de la revolución del 17 y del sistema del socialismo real, la Urss, que le dio forma y contenido a aquella revolución.
Togliatti no dudaba en afirmar: “Estamos con los nuestros, incluso cuando se equivocan”. Lo dijo, incluso teniendo la convicción de la necesidad de las vías nacionales al socialismo y el indiscutible enraizamiento del PCI a los valores de la Constitución italiana –verdadera referencia de valores de la experiencia comunista italiana; lo dijo cuando las dinámicas políticas corrían el peligro de amenazar la existencia de la patria del socialismo, tal como se desarrollaba mediante la dirección de Lenin y, con algunas degeneraciones, de Stalin.
La posición sorprendía por la unilateralidad y la falta de complejidad de juicio en el interior de la dirección del PCI, muy atrapada en las lógicas de contraposición del sistema que la crisis de Suez había hecho explotar, y sobre todo porque era incapaz de profundizar en la crítica hasta poner en cuestión la validez del sistema institucional y constitucional del socialismo real: Hungría, en esa lógica, se convertía en una experiencia contra revolucionaria a reprimir.
Sin embargo, la CGIL declara explícitamente un tema basilar de su concepción del desarrollo: “sólamente sobre la vía del desarrollo democrático se realiza un ligamen efectivo, vivo y creador entre las masas trabajadoras y el Estado popular”. Este dato señala una profunda diversidad de puntos de vista entre la confederación sindical y el Partido comunista en 1956. Es conveniente recordar que tales diferencias se manifiestan en el interior de un idéntico cuadro de referencia: ninguno de los dos sujetos piensa en una ruptura con la Unión Soviética, y en último análisis apuesta por la reformabilidad de aquel sistema y las democracias populares.
Dentro de este común convencimiento se desarrollan planos muy diversos de análisis y de crítica. En la disolución del problema mediante categorías analíticas para aclarar la complejidad, partido y sindicato llevan dentro de sí su historia, su especificidad cultural y la diversidad de su experiencia, obligaciones y actividad. Me parece que un aspecto que debe ponerse en evidencia –y tal vez sea digno de una mayor profundización— es la proximidad entre el análisis del sindicato y el de los intelectuales comunistas que criticaron con fuerza en un documento a la dirección del partido y afirmaron la necesidad de “la construcción del socialismo en sus únicas bases naturales: el acuerdo y la participación activa de las clases trabajadoras, en las que se debe confiar”. Unas palabras que Di Vittorio no habría tenido problemas para suscribir.
Entonces como ahora, se ha discutido mucho sobre el presunto paso atrás de Di Vittorio en el discurso de Livorno del 4 de diciembre del 56 y de la capacidad del PCI de reivindicar su propia supremacía sobre el sindicato, conduciendo a la Cgil a unas posiciones más ortodoxas en torno a los hechos de Hungría.
Primera cosa: el discurso del 4 de noviembre no fue una verdadera autocrítica sino un intento de mediar entre posiciones muy irreconciliables. En las dificultades en las que se debatía en aquellos días la izquierda italiana no se les escapaba ciertamente al secretario de la Cgil lo delicado del tema y sobre todo tampoco se le escapaba el peligro de la ruptura del valor de la unidad, siempre imprescindible en la experiencia política y sindical de Di Vittorio. Incluso en los días más dramáticos de la revolución húngara –los días 3 y 4 de noviembre con la segunda intervención soviético y el nacimiento del Gobierno Kadar-- Di Vittorio habla en Livorno y reafirma que “la unidad es una necesidad vital de todos los trabajadores”. Es un discurso que tiene un tono en cierta medida incluso un contenido diverso del de octubre, pero el secretario de la CGIL no renuncia a aclarar: “El segundo esfuerzo capital es el de una democratización profunda de los poderes populares y de todas las organizaciones proletarias y democráticas para evitar la burocratización y las separaciones tan profundas entre los dirigentes y la base”.
Las presiones sobre el sindicato son fortísimas. Se llegará incluso a una acusación, con un fuerte sabor de delación por parte de Togliatti hacia el secretario de la Cgil; y las corrientes –sindicales y políticas-- que exigían un realineamiento de la confederación hacia las posiciones del partido, ejercieron un importante condicionamiento. Sin embargo, la Cgil conservará –en un contexto de mayor cautela política—determinación de exigencia de la autonomía sindical y de sus propias especificidades reivindicativas, políticas y programáticas, como recalcó con fuerza Di Vittorio en el recordado discurso en el VIII Congreso del PCI, en diciembre del 56.
La posición de Di Vittorio era naturalmente ingenua a propósito de las relaciones internacionales. Como presidente de la Federación Sindical Mundial había sostenido la necesidad de que esta organización tuviera una visión global de los problemas del trabajo. Para representar a los trabajadores de los países occidentales, a los de los países socialistas, a los de los coloniales y ex coloniales, la FSM debía asumir como sujeto el mundo del trabajo más allá de las diferencias de sistema político, o sea: simplemente sobre la base de una visión universal, internacional de los derechos de los trabajadores. La renuncia a una visión universal impidió a la FSM representar plenamente aquel sujeto. La propuesta de la “Carta de derechos sindicales y derechos democráticos de los trabajadores de todo el mundo”, avanzada en el Congreso de Viena (1953) surgía de esta exigencia. Vale la pena releer algunos párrafos:
““Exigimos plena libertad de organización sindical para todos los trabajadores, sin discriminación alguna, en todos los países del mundo. [...] Exigimos que todas las organizaciones sindicales sean libres e independientes, y que ningún gobierno se arrogue la pretensión absurda de inmiscuirse en su funcionamiento y ordenamiento.
Reivindicamos el pleno derecho de huelga para todos los trabajadores sin excepción alguna. Queremos que cada trabajador del mundo entero sea libre de adherirse a la organización sindical que prefiera y militar activamente en sus filas. Exigimos que todos los dirigentes sindicales, a todos los niveles, sean elegidos democráticamente por los afiliados al sindicato””
Di Vittorio era obviamente consciente que tales declaraciones entraban en contradicción con la realidad de los sindicatos soviéticos. Pero se trataba de afirmar una visión a la que incluso los sindicatos soviéticos habrían tenido que adecuarse. Así pues, la posición de Di Vittorio ante los acontecimientos de Hungría era, desde ese punto de vista, simplemente coherente. Más todavía, en él había la consciencia de que la crisis de las democracias populares habría podido determinar la derrota histórica de todo el movimiento comunista, incapacitándole para representar un modelo universal de emancipación.
También la CGIL, naturalmente, estaba destinada en los meses siguientes a deducir la gradualidad de un proceso de reforzamiento de su propia identidad y subjetividad política (interna e internacional) que el comunicado de octubre no cerrara sino que lo dejó bien abierto. Éxitos y fracasos, avances y bruscos repliegues se alternaron en las dinámicas internas de la Confederación en los años sesenta y setenta. Pero el mérito de Giuseppe Di Vittorio y del comunicado de octubre quedará como el de haber indicado un camino, de haber abierto una perspectiva crítica a toda la izquierda italiana y de haber reafirmado –en un momento cuyas lógicas de política exterior, tácticas y hábitos culturales consolidados, lo hacían extremadamente dificultoso-- la fuerza y la importancia de los valores que la izquierda y, en general, la conciencia democrática de todo el país habría considerado identitario.